Una historia de oscura y sangrienta fantasía épica

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El final de un sueño, el origen de un destino

El lugar estaba rodeado de soldados de roja armadura y el pasillo que formaban indicaba el camino por el que el Cymyr debería ir para salir del campamento.
En ese momento miró a Soryatani, ella lloraba unas lágrimas que resbalaban ante las espadas con indiferencia hacia la muerte que podían ofrecer, y posó una mano sobre la frente del joven, acariciándosela y despejándola de cabello.
Sus ojos y los de la muchacha se fundieron en una sola mirada, la de la hermosa bárbara era un río de tibio y brillante jade, sereno y amante como una caricia de las suyas. La de él reflejaba la dureza de las montañas, la pureza del cielo y el helor de la nieve.
La princesa de la tribu entreabrió los labios carnosos y brillantes, pero aunque sus palabras fueron un susurro entrecortado de pena y llanto, sonaron más decididas que nunca. 
—El mundo es un reino que espera ser conquistado. Tómalo y conviértete en alguien muy fuerte, mi amor. Y cuando lo consigas, ¡vuelve y hazme tuya para siempre!—.
Soryatani se separó del gladiador liberto con el corazón ardiendo y empequeñecido por el dolor de la tristeza, y varios hombres del Khan la hicieron retirarse forzosamente, pese a que no opuso resistencia.
Kerish recogió todo lo que había al lado del cuerpo de su maestro muerto, jadeando, y soltó la espada del general Baitao.
Así siguió su camino, yéndose sin mirar atrás y con lo puesto entre un poderoso ejército, jurando en silencio por las últimas palabras que oiría de su amada y mirando la lejanía tenebrosa en la que deberá adentrarse.
—¡No podemos dejarle ir, Qublei! ¡Vamos a por él!—interpuso uno de los hermanos del Khan, aún espada en mano.
—¡Pues yo me voy!—protestó el liberto gladiador, —¡Si alguien quiere detenerme, que se cruce en mi camino!—.
—¡Te cogeremos!—.
—El que crea que tendré piedad, que venga a intentarlo—.
El joven bárbaro susurró su sentencia, pero de manera audible, mas nadie salió a su paso al ir por el camino bajo sus pies, saliendo finalmente del campamento tras una ida que no hicieron por detener.
Ya en las afueras de Ilonia, habiendo cruzado tierra que antes fue Aolita, Kerish se asomó por uno de los pequeños barrancos del paisaje, viendo fluir las aguas.
Pensaba en todo lo que había acontecido, y algo en su interior pareció liberarse de algún tipo de ataduras invisibles, como si su verdadero “Yo” despertase de un sueño.
—Vuelvo con mi familia—se dijo a sí mismo en voz alta.
Continuó su travesía por tierra, buscando un atajo alternativo para volver a los indómitos y tenebrosos yermos que llamaba hogar en el menor tiempo posible.
Recordó la primera noche que había pasado con Soryatani.
Ella le había desvirgado, y le había hecho sentir como un hombre de verdad. Lo que un hombre siente cuando está tan cerca de una mujer y descubre parte de un mundo antes cerrado a sus ojos y demás sentidos.
Quizá encuentre a otra como ella alguna vez, o nunca encuentre a nadie para él, pero se consolaba con que, al menos, el buen Bortochoou la trataría bien y siempre estaría allí para quererla y darle protección.
Y en el futuro, el bárbaro evitará volver a Ilonia tanto como le sea posible.
Ahora, Qublei Khan era el amo de Xihuan, la ciudad imperial y de las tierras salvajes de las tribus bajo su puño. No tardaría en hacerse con todo lo demás, tanto como en comprender que, en verdad, su espíritu estaba abandonado a la soledad del trono.
Durante los años que siguieron, Qublei Khan pensó en aquél joven bárbaro, su odio no había desaparecido del todo, pero sintió que tanto el esclavo como él mismo, ahora emperador, compartían mucho más de lo que parecía.
En el fondo se arrepintió de su cólera, pues de pequeño Qublei fue prisionero y esclavo de un clan rival hasta que pudo huir, y vivió lo mismo que el extranjero para luego volver con una espada y un ejército para triunfar.
Forjó en su mente una máxima que nunca abandonaría: Cualquier acción movida por el odio está condenada al fracaso.
En su fuero interior, pidió al Tangri que el guerrero del otro lado del mundo, de las estepas sombrías de las Tierras de la Noche, nunca conociera ese error por el que la bella hermana del Khan sufrió por siempre.
Lo que nunca sabrá Kerish es que Soryatani trenzó los mechones de su melena que cayeron al suelo y que los guardó en una caja de caoba, los humedeció con un aceite que olía a almendras, y allí permanecieron durante muchos años.
El dragón del emperador no le dijo qué significaba esa marca en su cuerpo, ni obtendría pistas por boca de su maestro sobre quién se la hizo y por qué, pero al menos, el destino se hallaba en sus manos.
¿Tendría algo que ver el tatuaje?
Sonrió a medias, y mientras caminaba cual sombra solitaria hacia los salvajes páramos donde nadie se atrevía a internarse, le vinieron inevitablemente esas palabras a la cabeza.

El destino es lo que tú haces de él…”.


Acorralado (IV)

El gladiador bárbaro tomó la espada del general y se cortó la trenza de un tajo, quedando libre, y rechazó espadas con una concentrada maestría nacida del adiestramiento más riguroso y la necesidad de sobrevivir.
Así lo hizo cortando una cara, una mano, y esquivando una patada, amputó la pierna que le atacaba por encima de la rodilla derecha a un soldado Ilonio que se lamentaría de por vida.
El Khan se metió por medio, con su ken ya en la mano, y todos se retiraron a un grito comprendiendo que el mismo Khan quería matar al traidor.
Kerish no se amedrentó, esto tardaba ya en suceder.
Tenía la melena suelta y empuñaba la curva espada con las dos manos, mirando a Qublei y a Bortochoou alternativamente, pues estaba seguro de que uno de los dos contaría con el apoyo del otro.
El Khan le lanzó un cuchillo de hoja ondulante, pero cuál fue su sorpresa al ver que el gladiador golpeaba con la cara plana de la espada el objeto y luego lo recogía del suelo, allí donde se había clavado por obra de un rebote.
—¡Tienes que morir, bárbaro!—le gritó el Khan, con la espada en una mano mientras con la otra le señalaba usando un dedo acusador.
—Ríndete, muchacho—apoyó el hermano de sangre, —¡Ya has jugado bastante con la muerte y es hora de pagar el precio!—.
Los ojos de Kerish apuntaron hacia los de Bortochoou, y éstos a su vez hacia el pozo que no estaba lejos, tras el cual se cubría Gemei, el de la flecha, que preparaba otro vástago rojo.
—¿Y si no me da la gana rendirme? ¿Me matará el arquero? ¡No desperdicies flechas e intenta matarme de una maldita vez con un arma en la mano, como hacen los hombres!—rugió el gladiador con voz grave, encorvándose de una manera casi exagerada hacia delante cual bestia acorralada y preparada para morir matando.
El Khan miraba con ira guerrera al esclavo luchador que tenía su puñal en la mano izquierda, y por primera vez apreció que poseía toda la estampa de un agresivo león encerrado en un cuerpo humano.
Puede que aquello que su hermano de pacto dijera sobre un tigre tuviera su fundamento…
Bortochoou miró a Kerish con los ojos brillantes.
Ser un esclavo liberado era un gran honor en tierras Ilonias, y significaba, según la ley, no estar sometido a nada ni nadie nunca más aunque fuera atrapado por otro Ilonio.
Kerish echó de su mente la imagen el cuerpo de Torii en el suelo mirando a Qublei Khan, a su hermano de pacto y al arquero Gemei, que bajaba su arco, destensándolo.
—¡Qublei, el bárbaro ya no es un esclavo! ¡Le han liberado del anillo de jade! ¡Si tratas de matarlo como a un perro, él puede luchar contigo en igualdad, y será nuestro Khan si vence! ¿Quieres perder ahora todo por lo que has luchado en tu vida?—susurró el hermano de sangre del señor guerrero.
—¿Así debe ser? ¡Bien, pues es esta mi sentencia! ¡Te casarás tú con Soryatani, y él se irá libre hacia las tierras baldías, bajo la promesa de no volver a ser visto por mis ojos en toda Ilonia! Te debo la vida por dos veces, Kerish, incluyendo la derrota del dragón del emperador… Pero llévate ese puñal que te he lanzado como promesa de que morirás por mi mano otro día si volvemos a encontrarnos, ¡porque yo mismo te lo clavaré en el pecho y me comeré tu corazón!—.
El puñal era una palabra de vida y una palabra de muerte. Con tan poco se podía decir tanto…


Acorralado (III)

Para mala suerte, parecían ir a intervenir más aún los guerreros del Khan, pero éste los detuvo.
Por su parte, Tuoya se levantó cogiendo la espada que una vez tuvo Kerish durante el duelo e intentó matarle allí donde se hallaba, pero el bárbaro se giró sobre sí mismo presintiendo sus pisadas, y la punta del arma se clavó en la tierra.
Falló, estaba condenada.
Llorando y jadeando casi sin aire, desesperada, soltó el arma y supo que sólo tenía una opción de salvar el pellejo.
Así fue como echando a correr hacia Qublei, Lobo Negro la decapitó desapasionadamente de un tajo limpio y cruzado de sus áureas espadas.
Eran de acero aunque tratadas con algún tinte dorado, y lucían gemas verdosas en sus guardas redondas, y contando esta muerte, ya estaban bañadas de suficiente sangre. Pero aún faltaba la de alguien más por derramar.
Kerish se encontraba mirando a Torii.
Todo quedó suspendido en el polvo del suelo que se levantaba mientras se incorporaba. Luego, notó que su visión enrojecía, y un calor tembloroso poseía su cuerpo.
Estaba acorralado, pero no vencido… ¡y mientras respirase, sus brazos serían devastación!
Hinchó el pecho y se impulsó como un tigre hacia Lobo Negro, dándole dos puñetazos en la cara que le crujieron la mandíbula y le hicieron dar con la espalda contra un árbol.
La máscara que le protegía voló por el aire abollada y con la marca de unos nudillos furiosos de metal, perdiéndose junto al río.
El guerrero gladiador de cabellos negros intentó usar sus dos espadas para cortar de un golpe dual la cabeza de Kerish, pero otras hojas afiladas se lo impedían.
Luego, el bárbaro deslizó las cuchillas de sus brazales por las muñecas de su contrario, cortándolas de un tajo, y éste soltó las espadas doradas que cayeron junto a la cabeza cercenada de Tuoya.
Kerish gritó como alguna bestia de parajes oscuros y remotos, y traspasó repetidamente el cuerpo de Lobo Negro bañándose de gotas escarlatas que salpicaban de cada herida… estaba poseído por la furia, una rabia negra que venía desde las profundidades más salvajes de su ser.
Su corazón clamaba por ello, y sus brazos ejecutaban una cruel tormenta de acero que relampagueaba desperdigando una lluvia de sangre.
Entre sus gritos y cuchilladas de venganza, sólo pudo entenderse una frase completa.
—¡¿Por qué has matado al maestro?! ¡¿Por qué?! ¡¿Por qué?!—.
Después, el cuerpo apuñalado incesantemente de Lobo Negro se resintió más aún, miró con sus ojos azules a Kerish, jadeando entre estertores, pero sin derrumbarse.
El bárbaro del cabello rojizo se giró sobre sí mismo balanceando las piernas una tras otra, elevando primero la rodilla zurda dando la espalda al vencido, al rotar hacia su izquierda, y volviendo a estar frente a Lobo Negro, le disparó una patada con la pierna derecha que le cortó el cuello.
El cuerpo muerto sangró una vez más con la horrible herida abierta, y tras un gorgoteo, cayó a un lado del árbol donde se apoyaba.
El bárbaro se tomó unos segundos para recobrar el aliento y saborear el frenético clímax de la lucha, lo llevaba en las venas y no podía evitar disfrutarlo. 
Se dirigió hacia su maestro al reparar en su cuerpo herido, acogiéndole en sus brazos ante la mirada expectante de los otros. Fue entonces cuando los guerreros Ilonios tensaron sus flechas y amenazaron la vida de Kerish.
Los detuvo una mano enrojecida en vital rojo que se alzó hacia ellos, y luego, las últimas palabras de un moribundo rompieron unas invisibles cadenas.
—Eres… un hombre libre. ¡Vete, no mueras! ¡Vuelve con tu familia!—.
Torii tiró con sus últimas fuerzas de una pequeña y gruesa argolla verde que pendía de un cordón negro en el cuello de Kerish, bajo el peto de cuero.
Se la puso hace varios años como un signo de servidumbre, de lealtad… de esclavitud.
Ahora se la había quitado.
Torii traía entre otras cosas, un pequeño mayal con clavos en la esfera, un cinturón, un mangual a dos manos con una bola lisa, y un escudo de borde aserrado en que estaban doblados bajo los asideros unos pantalones de piel clara.
Tenía el semblante sombrío de un hombre que la muerte se llevaba. Kerish derramó una lágrima, y su valor se desmoronó unos segundos, se desabrochó las cuchillas de greba y los brazales-cuchilla.
—¿Lo… ves? He… ¡Venido a morir por ti! Mi… hijo—jadeó el maestro, que descansaba al fin.
El general Baitao se acercó al joven bárbaro con su ancha cimitarra tratando de prenderle, pero Kerish se levantó con la velocidad del tigre, y movió la cabeza de una forma familiar.
Cuando vieron que su melena trenzada estaba cogida por la fuerte manaza izquierda de Baitao, todos suspiraron aliviados.
Pero algo goteaba al suelo, rojo, manchando la tierra, y el general no era lo único que permanecía estático.
Encorvado hacia delante, el bárbaro había clavado una pequeña hoja afilada (que casi siempre se amarraba al pelo) en la garganta del general, y éste cayó muerto pero sin soltarle la entretejida melena.
Todos gritaron y cerraron el círculo, dispuestos a estrecharle entre armas sedientas de vida y dispuestas a repartir muerte, pues él no dejaba de estar acorralado desde que empezó el combate, y a decir verdad, siempre lo había estado.
Primero las oscuras aventuras en su país de aterradoras leyendas, luego la cantera de Minas Chagör, y después, todas las arenas de gladiadores que afrontó con el aplomo y entusiasmo que muchos no tenían.
Todo llegaba a este momento, el momento de empuñar su última esperanza y romper ese círculo.


Acorralado (II)

Lobo Negro se giró hacia Kerish blandiendo sus dos espadas cortas e intentó enterrarlas en su pecho, pero el joven gladiador las esquivó echándose a un par de metros hacia atrás de un salto ágil, mientras su enemigo se recuperaba para tratar de engañarle con un tajo desde la alta izquierda, y giró en el aire tratando de estocar el vientre de su antagonista.
El movimiento fue rápido, elegante, letal, de una perfección increíble, pero la hoja de Kerish paró el primer ataque, y fue no menos rápida en anteponer el plano a la punta del segundo embiste.
—¡Éramos hermanos!—.
El grito del bárbaro de 17 años encontró réplica muda, quizá una sonrisa bajo la cara de lobo de acero oscuro, y el ronroneo molesto de una carcajada apagada.
Ambos se miraron un único segundo a los ojos, y el resto fue automático.
Lucharon, saltaron uno contra otro, y ni siquiera se cortaron pues uno era tan bueno con la espada como el otro con dos, pero el de la larga trenza tenía una desventaja: su contrario ansiaba apasionadamente su muerte y a Kerish ya le daba igual matarle.
Para el de los ojos azules, la muerte de su “hermano pequeño” era el principio de su reino, de su gloria, de su bienestar, y estaba poniendo toda la carne en el asador.
Desde luego, Kerish no podía atacarle demasiado pues el otro llevaba la iniciativa del combate y el bárbaro podría defenderse durante poco tiempo más antes de sufrir una herida, que probablemente le causaría la muerte.
Realmente, no podía igualar a Lobo Negro con tan sólo una espada y a tan corta distancia.
El resto de los compañeros y guardaespaldas de Qublei encontraron las flechas de Bortochoou mientras los dos gladiadores se batían haciendo lo que mejor sabían hacer: aniquilar.
Kerish esquivaba una hoja, impedía a la otra matarle, Lobo Negro le golpeaba con el codo del brazo derecho, que de tan cerca que lo tenía del torso del otro, no podía blandir el arma.
El bárbaro se retrasó por el golpe con un quejido, Lobo Negro amagó un ataque giratorio con ambas espadas y sorprendió a Kerish con una patada lateral con la pierna izquierda que le dio en el pecho, y que le derribó.
El joven pálido, nada más caer al suelo, pateó de lado con la derecha los genitales de Lobo Negro, y cuando éste se arqueó hacia delante, queriendo usar sus espadas a pesar del dolor, una bota bárbara le dio un talonazo en la nariz que le hizo sentar de culo golpeando su hueso y cartílago a través de la máscara negra.
Furioso, el gladiador oscuro volvió a la carga blandiendo las hojas a doble mano en un torbellino volador que terminó con él agachado sobre la rodilla derecha, el arma en la diestra alzada en defensa y la contraria buscando entrañas por las que abrirse paso.
Para entonces, su hermano le había rodeado por el flanco siniestro con una zancada, pues, ¿cuántas veces pudo haber contemplado El Ciclón de la Miseria que tantas almas hubo arrastrado?
¡Y así lanzó a morder el hierro con una mano sobre la otra en un terrible mandoble, uno contra la clavícula expuesta de Lobo Negro, a quien buscaba sajarle hasta el cuello!
Ágil, el pelioscuro utilizó el arma en la derecha hacia su frente al anteponerla en diagonal inclinada, y el filo chocó contra su máscara apoyando una defensa improvisada pero económica en un tañido agudo de metal contra metal en pleno chispeo.
Al mismo, su corto glande de doble filo en el brazo extendido perpetró una segada baja y sucia contra las rodillas del otro gladiador, que sin embargo levantó la pierna izquierda y la hoja de la greba rechazó la cuchillada de la que buscaba carne que sajar.
Al notar el rebote, Kerish tomó suelo con este pie y levantó el derecho, golpeando la cabeza de su rival y otrora compañero, que rodó por la tierra rugiendo de rabia ante lo difícil de matar que era el muchacho más que por el dolor que sentía.
Con un arco de metal cortador en avance a la altura del rostro, el pálido esclavo de las grebas con afiladas hojas descargó un ataque de vuelta a la altura del costillar de Lobo Negro que éste detuvo tanto como el primero, anteponiendo una espada y luego la otra, mas no pudo evitar una patada desde su siniestra que el otro le propinó con la pierna diestra y le cortó media mejilla izquierda bajo la máscara.
Chocaron las armas otra vez, las tres en perpetuo contacto, y la prueba de fuerza fue difícil de resolver entre los dos, así que, como gladiadores bien entrenados, sabían que la mejor opción era retirarse preventivamente el uno del otro y reponer el aliento para el siguiente ataque.
Entre el polvo, el sudor y la sangre, Tuoya seguía animando el dramático evento hasta que los guerreros del Khan salieron de su escondrijo, allí entre los hierbajos frente al bosque.
Una flecha con vástago rojo saltó la espada de las manos de Kerish mientras éste y Lobo Negro se miraban, ajenos al pequeño ejército que les rodeaba.
Entonces se dieron cuenta, y se detuvieron.
Tuoya miró a su forzoso marido y negó con la cabeza:
—¡Puedo explicarlo, ellos me forzaron! ¡Soy inocente, mi Khan! ¡El de la pelliza oscura quiere tu trono!—gimió ella, postrándose con un llanto.
Lobo Negro le dedicó una mueca de desprecio mostrándole los dientes y alzando de forma característica el labio superior, como un lobo.
De alguna parte, apareció Torii, corriendo que se las pelaba, y arrojó hacia Kerish unos objetos brillantes.
Cuando cayeron al suelo, con un cliqueo metálico, el gladiador saltó lejos de la espada y las cogió: eran las cuchillas que había llevado varias veces y con las que había causado las mayores carnicerías.
Lobo Negro negó con la cabeza, y arrojó una de sus espadas a Torii, clavándosela en el pectoral izquierdo, un poco hacia el hombro, y luego corrió a por él mientras dos o tres flechas erraban su blanco. Kerish dio con el pecho en el suelo, cubriéndose la cabeza con las manos.
Al desincrustar su arma del cuerpo de su maestro, Lobo Negro le miró también con el mismo desprecio con que había mirado a Tuoya. Era débil, ¡todos débiles!
Torii se desvaneció con la mirada perdida, y la sangre brotando de su pecho y su boca.


Acorralado

 —¡Qublei, esto es una locura!—.
—¡A callar! ¡Todo ha sido culpa tuya, te has portado como una perra en celo! ¿Cómo se te ocurre fornicar con ése ser inferior sabiendo que es un esclavo, tú que eres la hermana del Khan? ¡Está muerto, va contra nuestra ley! ¡Y a ti te confinaré en una de las estancias reales hasta que te eches un marido, aunque puede que no tarde mucho en darse el caso!—.
—¡Hermano! ¡Es voluntad del Cielo!—jadeó Soryatani, cogiéndole con fuerza de un brazo y mirándole con súplica, —¡Él nos protegió el día que Jerjegune quiso tu cabeza! ¡Según tus oficiales y el enemigo, el bárbaro extranjero ha derrotado al dragón del emperador y lleva en la piel la marca de los Akei! ¡He visto en mi mente que te ha abierto las puertas al imperio! ¡Mis visiones hablan de él, no puedes sentenciarle a muerte!—.
—¡Yo soy el único hijo del Cielo!—gritó Qublei, mirando a varios hombres a los que señalaba en dirección a su hermana, —¡Quitadla de mi vista!—.
Sus soldados se llevaron a la joven a su tienda. Aunque a partir de ahora, viviría en un lujoso palacio…
—¡Los signos nunca nos han mentido! ¡Un dragón matará a otro y los hijos del Lobo Azul conquistarán la tierra de los dragones! ¡Atraerás la cólera del Cielo!—gritó ella, mientras la retiraban por la fuerza del lado de su hermano, ahora el nuevo emperador.
El Khan estaba enfurecido.
Su más bella posesión, su hermana, reservada virgen para algún poderoso Khan o Rey con el que pactar una alianza, había sido desvirgada por un extranjero esclavo. Bueno, en verdad ella había dado el paso. Kerish sólo puso su instinto.
Pese a que el Khan era menor que su hermana, poseía sobre ella un derecho que los demás hombres en Ilonia podían poseer sobre hermanas o hijas, si lo deseaban: el derecho de casarlas con quien ellos eligieran. Y ellas obedecían.
La morena Ilonia lloraba. El joven esclavo sería descuartizado vivo a cuatro caballos, o a seis… y luego le cagarían en la boca o algo por el estilo.
Qublei Khan quería prometer su hermana a alguno de sus generales, pero finalmente dudaba sobre su decisión final.
Las súplicas y los llantos no le sirvieron de nada a Soryatani por liberar a Kerish. Era un esclavo que había profanado una de las mujeres de la familia del Khan, y merecía morir.
Su amigo entró en la tienda, y asintió mirando al señor de las tribus.
Qublei salió con paso precipitado, y fue  Bortochoou quien miró a Soryatani, que tenía los hermosos ojos verdes vidriosos y enrojecidos. Ella iba a perder a su amor.
Ambos hermanos de pacto se encaminaron hacia la jaula al aire libre sólo para toparse con un guardia muerto que tenía la pierna izquierda partida y el cuello cortado de un tajo, igual que el otro que no estaba muy lejos.
Su arma había desaparecido, al contrario que la del tipo con la pierna rota.
En silencio, ambos hombres tomaron sus sables y se dirigieron a un pequeño escondrijo, tras unas barricadas de madera que guardaban de las afueras del extenso aíl. Como dos pacientes lobos cazadores, Qublei y su amigo esperaron, y vieron que tras el gladiador de cabello y ropas oscuras, Lobo Negro, caminaba el odiado Kerish.
El Khan quiso ir a por él, pero su compadre fue prudente, y con una señal silenciosa, le envió a buscar la ayuda de alguien.
En susurros, Bortochoou juró que los seguiría y marcaría el camino con una flecha de su aljaba para que pudieran sorprenderlos, que no actuaría sin estar el nuevo emperador presente.
El seguimiento llevó al hermano de sangre del Khan hasta el Kuoulún, cerca del campamento y el coso de altas empalizadas donde tenía otro de los hermanastros de Qublei a sus gladiadores.
Vio que el esclavo de la larga trenza seguía prudencialmente al otro, que llevaba dos espadas manchadas de sangre.
La hoja Ilonia de Kerish aún brillaba pero estaba seca, al contrario que las de Lobo Negro.
Eso lo explicaba todo, había sido liberado… ¿por orden de Torii? ¿Y exponerse a la ira del Khan?
Había que estar loco para haber hecho eso. Pero la razón fue más que esa mera y poco probable cavilación de Bortochoou.
De alguna parte, apareció Tuoya, que iba vestida como siempre, de negro, y gritó algo.
—¡Ahora, que sus ojos contemplen por última vez mi rostro! ¡Córtale la cabeza!—.
—¿¡Tuoya!? ¿Qué significa esto?—jadeó Kerish sin comprender lo que sucedía.
Lobo Negro le miró con sus fríos ojos azules y sonrió cabeceando con la melena negra brillando bajo el sol, que se filtraba entre las doradas nubes.
—Hemos hecho un trato. Será mi zorra de lujo si te mato delante de ella por eso de haberte ido con otra. Sinceramente, ignoro quién es y por qué. Pero tú siempre fuiste el favorito del maestro en la arena, me has dejado en vergüenza, y si no te arranco la vida con mis espadas no tendré lo que quiero. No te lo tomes como algo personal… pronto seré Khan y te daré un funeral digno—rió el gladiador del cabello oscuro y ojos brillantes.
Poniéndose una máscara metálica que imitaba la cara de un lobo, como la que alguna vez llevaba su contrario pero en negra, se preparó para lo que pretendía que no fuera un combate, sino una ejecución.
El chico pálido de cabello oscuro y reflejo rojizo tensó los músculos de su cuerpo esbelto, con los hombros echados hacia atrás y la cabeza adelantada en un gesto de depredador agresivo y dispuesto a matar.
Sin más sentimiento en él ahora que la pulsante sangre llamando a la sangre, el tembloroso deseo de fría devastación, le espetó a su rival de ojos azules:
—Has elegido este lugar para luchar… ¡y yo te enterraré en él!—.


La Hora del Dragón (V)

Torii miró a su alumno, metido en una jaula como un animal.
Bueno, poco más era para muchos, y no obstante el dragón del emperador había sido derrotado por él, un “simple” gladiador.
Un tipo al que el esclavo no había visto nunca, un perro de guerra de los de manual, fue quien se había encargado de transportarlo maniatado.
Supo por boca del mismo, el tal Baitao, que Bortochoou aprovechó la oportunidad para neutralizar al bárbaro extranjero sin llegar al combate armado, y así había terminado Kerish con el culo en donde lo tenía sentado.
Lo podrían haber matado allí mismo, pero una extraña decisión de Khan de Ilonia y en nada Emperador prevenía tal acto. Si era cierto que derrotó al dragón y que los cielos unían el increíble destino que habían enfrentado cada uno por su parte, seguramente Qublei no quería arriesgar de momento su gran victoria.
Ya lo ejecutarían después por algún rito, o incluso en la arena… aunque no se podía plantar fácilmente cara a un gladiador como él, que resultaba campeón entre las vidas que poseía el maestro, hablando del cual, se enfadó por lo que había hecho aunque el bárbaro de piel blanca no lo sabía con certeza.
Con todo, el Cymyr pareció leerle la mente:
—Déjame adivinar: Estás enfadado. He sido un niño malo, ¿no es así? He salido vivo—.
—Kerish… tengo que preguntarte eso a ti. Dime qué es lo que has hecho para que el Khan mande un juicio de muerte y sangre contra mi alumno. Mi ahijado—.
Su vista se desvió hacia la arena donde dos luchadores practicaban con largos palos, y bajo el cielo, que estaba engrisecido pero que por algún motivo se puso dorado al medio día, todo parecía estar sumido en la mayor de las calmas a excepción de los gladiadores.
Sus ojos volvieron hacia el bárbaro occidental y se relamió los labios, que se le habían secado, esperando sus palabras.
El muchacho del cabello castaño rojizo se acarició el mentón.
No tenía más de 17 años, adelantando su próximo cumpleaños, y estaba siendo tratado como un hombre que había infringido la ley de las tribus Ilonias. La había infringido en nombre del amor, o más bien, alguien lo hizo por él.
Torii se hacía el ignorante, pero Kerish ya sabía que Soryatani le pagaba por sus servicios, de modo que cuando escuchó la palabra juicio, se echó a reír.
Lo Ilonios tenían leyes muy particulares. Y ninguna favorable para el que perdiera la partida.
—Es sencillo, ¿recuerdas la chica que te pagaba? ¡Tú sabías que todo esto sucedería desde el principio, por eso me propusiste como ofrenda al dragón!—rugió el bárbaro, con una sonrisa feroz.
—¡No sabía lo primero ni tuve elección en lo segundo, habría preferido entregar a otro antes que a ti! ¡Yo habría dado mi vida, pero exigieron la tuya! Ya da igual, te has acostado con la hermana del Khan y él se ha enterado. No eres nadie para él… sólo un esclavo, y has profanado a su hermana—.
La parte extraoficial era que la hermana se había profanado lascivamente con el joven esclavo durante algún tiempo, y sus visitas nocturnas no cesaron por ello.
Kerish aún tenía mente de niño, y si estaba enamorado o sólo la deseaba, no lo sabía, pero quería estar con ella pasara lo que pasara, y las cosas se habían puesto muy feas para ellos.
Pero su corazón le hacía decir con la boca que amaba a Soryatani, y si él lo decía, no podía mentir.
—No morirías por mí. Eres un hijo de puta falso que vendería su alma por un buen precio si algún demonio le hiciera una oferta. Lo peor que podía haberme pasado era morir, pero creo que hay razones más importantes por las que vivir que tener que rajarse la barriga por deshonor o vender a un esclavo con el que has ganado una gran suma—.
—Te he dado cuanto cariño pude. Eras un niño cuando llegaste, muchacho, ¡hasta llegué a considerarte mi hijo! ¿Cómo te atreves a dudar de mí?—replicó Torii, dolido.
—¿Cariño? ¡Venderme aliviaría más tu culpa que decir eso! Ese es el único cariño que tendrás por nadie en tu vida, maestro. El amor que siento por Soryatani es de verdad, y no es el precio del dinero que le pediste por mi virgo—le dijo el bárbaro, enrojecido de ira contenida.
Torii le tuvo miedo cuando le vio agarrarse con tal ferocidad a los barrotes de hierro de su jaula, que el metal chirrió contra la madera y el oriental estuvo a punto de coger una espada, creyendo que se enfrentaba a un león de verdad.
Suspiró, y reconoció su parte de culpa. En esos momentos de silencio, odió el dinero.
Luego, le dejó un peto de cuero y una falda masculina del mismo material  para que tuviera algo puesto encima, pasándoselo por las rejas, y bajó la mirada, triste. Se fue, dejó a Kerish solo.
Y no miró atrás.
Estaba sentenciado. Los guardianes del Khan llevaron al bárbaro en la carreta a una parte alejada del aíl de Qublei para que el Khan le impartiese su justicia.
Mientras Kerish se ponía el peto de cuero y la falda, vio algo envuelto en pieles dentro de la muda que le había traído el maestro. Lo desenvolvió con cuidado, y se sorprendió al ver unas nudilleras de metal, al igual que las cuchillas de greba para los pies, como cuando fue traído y le enseñaron a luchar con los puños y las piernas.
Se sobresaltó por un sonido familiar: escuchó el ruido del acero incrustándose sobre el hueso, y se puso sus muñequeras, tirando con los dientes de los cordones que las ajustaban.
No llegó a embrazarse todavía las cuchillas cuando una sombra se acercó a él.
Vio su rostro sonriente y su mirada fría, no podía creérselo.
—Hola… hermano—.


La Hora del Dragón (IV)

Su hocico perruno y cuadrado, sus largos bigotes, ardían en un brillo de oro y sus ojos de jade reflejaban una antigua maldad al mismo que de un poderoso salto, ralentizaba su caída desde la altura, y su cuerpo serpenteaba hacia la muralla.
Viendo que la bestia venía hacia él arrojando fuego, Kerish sólo pudo reaccionar con su instinto, que le hizo aferrarse a la cuerda e impulsarse con la fuerza de sus piernas hacia delante y a un lado. El dragón no se estrelló por completo contra la muralla, pero le costó rectificar el vuelo y quedó retorcido de una forma ridícula intentando estabilizarse. Se apoyó en sus patas traseras, y saltó de nuevo hacia el cielo que se tornaba sanguino como el suelo donde luchaban los humanos.
Los huesos de aquella sierpe tenía que pesar poco, porque si tardaba en caer y además podía mantenerse unos segundos en el aire, se debía a sus musculosas patas… aunque las escamas deberían de estar protegiendo, con su ligereza y su robustez, una carne liviana y débil. El joven gladiador apenas se había descolgado del todo cuando tuvo conciencia de esto, pero de una manera primal, una astucia animal, una inteligencia sin palabras que únicamente podía encontrar en sus recuerdos ancestrales, y volvió a ofrecerse en el muro hacia el dragón.
Éste, fiero y encolerizado, se impacientó del todo y descendió otra vez a por el humano que le sacrificaron, que estaba desnudo de cintura para arriba, y era vulnerable allí.
—Así como una carpa devora a un gusano como tú en un anzuelo… ¡tu cuerpo, tu sangre y tus huesos engulliré de un bocado para fortalecer mi gran poder, mortal! ¡Cuánto disfrutaré cuando canten tu desdicha!—rugió la fantástica bestia por encima de los humanos, que aterrados, se alejaban y llevaban la lucha hasta los jardines imperiales y las calles de la ciudad.
Pero al descender sobre Kerish, éste se impulsó en un acto de fe ciega o más bien fe suicida hacia el morro dorado de la bestia cuando, en unos segundos, la gravedad tiró del bárbaro hacia el suelo al soltar cuerda.
El dragón rectificó pues su trayectoria de caída, mas fue demasiado tarde. Su cuerpo alargado y serpentiforme crujió contra los enormes muros de Xihuan, partiendo en dos las murallas que eran como un único cascarón que protegía a la dinastía y sus buenas gentes de los bárbaros de las praderas, de las estepas Ilonias, y todo se convirtió en una nube de polvo. El enorme hocico del dragón descansaba en el suelo, con el largo cuello retorcido de forma anormal con la cabezota mostrando la quijada al cielo y los verdosos ojos vueltos en blanco hacia sus cejas largas y doradas. Entre los bulbosos labios rojos, aún se veían los dientes largos como espadas y la lengua bífida sobresaliendo lacia por un lado de su boca.
El bárbaro miró al dragón… sabía, o algo le había dicho, que la bestia por ligera, tenía que rectificar su vuelo si quería tomar suelo con las patas y no herirse, ni siquiera probó a herirla con la espada, pero si algo podía destruir a la bestia con más fuerza que el acero sin traspasar sus escamas, sin duda era el muro de piedra contra el que chocó y se había partido el cuello.
Así, Kerish se alejó del monstruo soltando la cuerda, yendo jadeante y mareado hacia un lugar lejos de la batalla. Todo parecía haberse detenido, pero nada más lejos de la realidad, algunos guerreros de las estepas seguían cautelosamente al esclavo sacrificial, que aún tuvo suficiente humor para pasar junto a la cabeza del dragón muerto haciéndole un corte de mangas.
—Así como la cegata gran carpa-dragón confunde un bárbaro con un gusano, éste humano te ha pescado a ti sin anzuelo siquiera, lagartija. ¡Menuda se va a montar cuando cuenten por ahí que te la he jugado…!—.
Luego, se carcajeó de la bestia, y se hizo a la huida meneando una mano con un gesto lacio pero vivaz. No mucho después, casi al llegar al jardín imperial, escuchó voces familiares, y después su cabeza chocó contra la puerta de madera roja de los jardines; perdió el conocimiento irremediablemente y a su alrededor se reunieron guerreros y jinetes Ilonios con sus espadas dispuestas a despedazarlo, cuando un hombretón de armadura azulada y ropas verdes se interpuso, con el desmelenado moño en lo alto de su cabeza moviéndose tan rápido como su curvo hierro forjado.
—Yo me encargaré de llevárselo al Khan en persona—dijo el hombretón de barba negra, mientras Bortochoou se apartaba del cuerpo de Kerish.
—Como quieras, Baitao. Dile que no me ensañé demasiado, ya que aún hemos de juzgarle—sonrió el hermano de sangre del Khan.
—¿Juzgarle? ¿Por qué, amigo Bortochoou?—le preguntó el general Baitao con su rasposa voz al joven hombre con el del azul, que ni se había puesto más armadura que dos hombreras de cuero y unas espinilleras y brazales de metal.
—Por tocar las cosas de tocar—.
Baitao rió, y se lo echó sobre uno de sus enormes hombros. Pronto, un grito de victoria común sonó en la ciudad imperial.
Xihuan ya estaba bajo el dominio de los hijos del Lobo Azul de las estepas.


La Hora del Dragón (III)

El dragón del emperador soltó su espada, y algo se movió en su piel y bajo ella. Su estructura ósea cambiaba tanto como el color de su epidermis y la forma abultada de cada poro, que de ser clara, pasaba a un broncíneo oscuro, y sus ojos tornaban a un dorado que enverdecía con un brillo de hechicería. Su cuerpo humano adoptó una proporción alargada, con brazos humanoides y una cabezota del largo de un buey, así se multiplicaban sus costillas en dos hileras que sobrepasaban el volumen de un gran alfanje por demasiado.
—Ahora hablamos de un dragón de verdad—sonrió Kerish para sí mismo, sabiendo que iba a morir.
Entonces advirtió que, mientras la bestia se transformaba, el hueco que Dragón había dejado utilizando el fuego era cubierto por guardianes de camisa brigandina negra y casco redondo con una suerte de turbante rojo y pantalones del mismo color. El fuego mágico ya no podía retenerle, así que pensó en Sorya…
Sí, ella, la mujer que le hizo sentir vivo más allá de la carne y el alma. Soryatani, su amor, la flor más hermosa de Ilonia. Le prometió que iba a volver. Era una promesa que no cumpliría, pero deseaba volver a sus brazos.
Podía hacerlo. Huir los dos de allí. Vivir su amor como en una romántica historia en la que todo salía bien, el bueno siempre ganaba y la chica le daba el pretexto para abrir su corazón y amar sin dolor. Escupió pensando en la última parte, no era el típico hombre sutil que se las daba de duro: era duro y su corazón también, y por ello, su amor era más puro.
Pero esto no importaba… importaba la criatura, las armas y la vida y la muerte que bailaban a la pata coja sobre el pelo de un cojón amenazado por el filo de un cuchillo segador que le condenaría al inframundo al menor fallo. Gritó pues, y el dragón abatió su cola hacia él con un salto, mas el gladiador la esquivó cuando golpeó contra el suelo y la bestia que se suspendía a siete metros de altura serpenteaba a su alrededor flotando en la vasta cámara. Kerish aprovechó el terror y la confusión de los soldados cuando el palacio imperial temblaba y el dragón rugía buscando a su presa con su vuelo circular. Sus curvos colmillos fueron al cuerpo del muchacho, pero encontraron aire pues el joven bárbaro saltó por encima de los guardianes, y apartó al resto a empujones y golpes de espada que derramaban sangre sobre el hermoso y brillante suelo del palacio, hasta llegar a una muralla por la que escaló con la espada entre los dientes.
El caos era su ambiente natural o por lo menos cualquiera lo daría por hecho al verle tan desenvuelto en esta escena de locura. Una vez estuvo sobre la parte alta de la muralla, se encontró un guardia de frente que desenvainó su espada de un filo con un jadeo de sorpresa. Kerish soltó su arma en el suelo del puesto de defensa, y esquivó un tajo hacia su pecho, arremetiendo luego con el hombro derecho, y pudo cogerle la mano armada al soldado de armadura de láminas de cuero, ponerla por encima de su hombro, y haciendo palanca y echando el trasero hacia atrás, le desarmó e hizo caer hacia delante de espaldas. El hombre de la armadura padeció un dolor intenso en el brazo poco antes de la inconsciencia tras el choque contra el pétreo suelo. El gladiador recogió su arma del suelo y la del soldado, y contempló a otros dando la alarma, pero no iban hacia él.
A extramuros, un enorme contingente de jinetes avanzaba al frente de una gran nube de polvo. Las flechas volaron en ambas direcciones y el bárbaro se refugió en una de las casetas de observación mientras los virotes traspasaban las almenas y daban contra el muro rojo del palacio ceremonial de tejas negras.
—¡Estrellas de Ingkaard! ¡¿Pero dónde me he metido?!—jadeó.
Los soldados se apuraban más en devolver las flechas que en fijarse en un extranjero que se había colado en su puesto de vigilancia. Los guerreros Xin comenzaban a subir las escaleras hacia los muros, al mismo que por otra parte de la enorme ciudad imperial, bolas de fuego flotaban en el aire de la tarde como espectros. De más cerca, Kerish pudo apreciar que se trataba de aves de corral y silvestres prendidas de llamas con bolsas sujetas a sus cuerpos, y cayeron sobre los muros de la ciudad, haciéndolo todo arder cuando el contenido de las bolsas explotaba. No comprendía lo que estaba pasando, pero tenía que escapar de allí y ya. Quizá ni le haría falta.
Con los soldados que guardaban las puertas ardiendo en medio del caos, fue fácil para los Ilonios escalar los muros y abrir las puertas que daban acceso a Xihuan, y así penetró la horda. Además, por los desagües de la ciudad también ardía el fuego como ríos infernales. Si saltaba afuera, moriría. Si se quedaba en la ciudad, moriría también.
—¡Mierda! ¡Vaya a donde vaya, acabaré siendo comida para cuervos!—gruñó el bárbaro, y escuchó un horroroso rugido cuando las tropas de Xihuan trataban de frenar la embestida Ilonia.
Los jinetes asaltaban la ciudad, disparaban con sus arcos desde las cabalgaduras, y con sus cimitarras cortaban caras y chocaban contra espadas Xin de un filo de los guerreros que habían salido a defender, expulsados por las llamas. Uno de los soldados advirtió su posición y descargó un furioso mandoble con su espada corta imperial y el bárbaro detuvo el golpe con el gladio en alto, y al segundo siguiente, la garganta del otro había sido perforada por una espada semejante a la que el muerto llevaba.
Dejándola ahí clavada, el bárbaro dio la espalda al enemigo cuando éste caía por las murallas, y se dio de frente al salir de la caseta de piedra con un mecanismo de poleas. Sonrió ampliamente, aunque las alturas no le gustaban. Kerish aprovechó para el descenso por el muro mientras se agarraba al cabo de un modesto elevador para alcanzar sus raciones a los soldados sin tener que recorrer un par de kilómetros de muralla y subir por las extendidas escaleras de piedra. Amarró parte de la gruesa cuerda al ojal de hierro y fue descendiendo poco a poco por el muro, mientras abajo, las espadas clamaban por más muerte, y todo era una marea de enloquecedora batalla.
Cuando el dragón salió del templo, levantando el vuelo, el bárbaro lo miró con estupor y después se mordió el labio, viendo que la sierpe arrojaba dorado fuego sobre sus enemigos y sus amigos. Después del holocausto, la bestia miró fijamente a su ofrenda, y no tardó en ir a por ella.


La Hora del Dragón (II)

…O la hubiera tenido, de no ser porque el joven bárbaro se anticipó al estoque asesino de su rival, y le hizo salir por el corte de la pierna izquierda un hueso de la rodilla con la ancha hoja de su espada, gritando de furia.
El dragón rugió, entre humano e inhumano, con la chaqueta verdosa salpicada de algunas gotas rojas, y se inclinó sobre una pierna, mientras que el bárbaro se apoyaba con los codos en el suelo, boca arriba como había estado. Y, cogiendo impulso al echar las piernas hacia atrás, se levantó de un salto empuñando su espada con las dos manos, la punta hacia su enemigo mostrándole el plano inferior de la hoja del arma por el que goteaba vital rojo así el superior estaba hacia el techo y la punta amenazaba su frente. Se produjo un revuelo entre la gente congregada que rezaba con cantos protectores y cosas por estilo que Kerish no sabía lo que eran, y el ser que tenía en frente sangraba entonces como un hombre.
—Si realmente eres un dragón inmortal, no me parece que las tengas todas contigo. ¡Ve a buscar tu rodilla!—.
Kerish rió cruelmente, el dragón enfurecía y soltaba su hermosa espada de esbelta hoja forjada en bronce con láminas de hierro forjado y pulido. El bárbaro no pudo ver que una de las manos enguantadas en metal dorado de su enemigo se balanceaba y mecía de un modo extraño.
De súbito, el fuego de una de las columnas en llamas envolvió su brazo, y disparó una pira directamente desde el puño derecho, postrado como estaba. Si el gladiador no hubiese asociado en un microsegundo el proyectil mortal a una lanza, no habría podido esquivarlo al agacharse de un salto, rodando por el suelo.
De vuelta a estar en guardia, el bárbaro, sobre la rodilla derecha, empuñaba su espada con ambas manos por encima de su cabeza, en una posición defensiva, con la punta del arma hacia el dragón. Nuevamente, algo sucedió. El hombre del cabello blanco dio un grito y convocó dos columnas más de fuego, una en cada puño, y las arrojó a morder carne a partir de sus nudillos, una tras otra.
El esclavo gladiador apenas pudo defenderse de la primera, anteponiendo su espada, que perdió en el choque del explosivo rayo llameante, y otra lanza alargada e ígnea fue a traspasarle el vientre por su parte inferior, pero pudo girarse como un tornado hacia el lado izquierdo desde la derecha, esquivando por poco el impacto abrasador que quemó la túnica blanca ceremonial que le caía en un elegante taparrabo, y que sobre el pecho tenía el emblema manchado de sangre de un sol de Xihuan que encerraba un dragón alargado negro con alas en hacha. Kerish se quedó aturdido por el dolor unos instantes, el fuego le había golpeado pero no quemado, y su túnica blanca humeaba por el lado izquierdo bajo la cintura, mostrando una mancha negra. Mientras el joven estepario recogía su espada, el dragón se había recuperado milagrosamente de su herida en la pierna, y saltaba de nuevo hacia el extranjero…
¡Como si fuera una flecha lanzada desde un arco, con su espada delgada dibujando círculos acerados en el aire de los que Kerish apenas se pudo defender, recibiendo puntiagudas embestidas en los hombros, y una estocada que a poco se le clavaba en el pecho de no haberse echado al suelo de espaldas!
El dragón pasó sobre él con la estocada en vuelo y el bárbaro se apoyó con las manos en el suelo a los lados de su cabeza, con un balanceo de piernas de atrás para adelante que le impulsó a volver a estar de pie. Cuando el fantástico vuelo del enemigo había finalizado y tomaba suelo, Kerish se dio de espaldas contra una columna en llamas tras aguantar un corte de revés con su espada, y su traje se prendió de fuego. El dragón trató de atravesarle la garganta, pero su presa fue más ágil, y aún pudo esquivarle la estocada que le practicaba con la derecha, echándose hacia el flanco por el que el perfil del rival le mostraba la espalda.
La punta del arma del dragón buscó de nuevo la carne de Kerish, yendo hacia su cara con un simple movimiento de muñeca al desplazar el afilado metal, pero ya era tarde.
El bárbaro había pasado junto a la espalda del dragón cortándole por el costado con su gladio, y se disponía a decapitarle desde la izquierda empuñando la espada con ambas manos. Presto a su vez, el inmortal detuvo la espada echando hacia atrás la suya, y el metal chispeó. Así, el hombre del pelo blanco se giró y golpeó con la mano izquierda abierta el torso del guerrero, que voló con la espalda en llamas un par de metros hacia atrás.
Kerish aprovechó para rodar por el suelo y apagar el fuego de su túnica, con el corazón palpitando como un frenético tambor, y mientras el dragón se recuperaba de su herida, el sacrificio humano se deshizo de su ropa, de un tirón de una de las rajas por donde se le veía el hombro izquierdo, sin dejar de mirar a su increíble enemigo.
Al caer la ropa al suelo, blanca a tramos, amarillenta y ennegrecida, al salvaje no le quedó más que el fajín blanco de algodón y parte de la túnica de cintura para abajo que se presentaba semejante a un taparrabos. Cogió la espada con ambas manos y con uno de los filos apuntando hacia el dragón, que vio el tatuaje que cruzaba desde la cadera izquierda hasta más abajo de la cintura de Kerish.
—¡Llevas la marca del Dragón de los Akei! ¿Qué broma es esta?—.
—¿Broma? Me lo tatuaron de crío cuando me vendieron como gladiador, y me dijeron que era la marca de la victoria y la muerte. Pero resulta que hay algo más… ¡Pensé que tú podrías darme la respuesta, porque seguro que así es como marcan a tus víctimas!—gritó Kerish sin cambiar la postura, concentrándose en el siguiente ataque sin perder su foco.
Notaba que la energía fluía por él aunque sus hombros sangraban y tenía un pequeño corte bajo el pectoral izquierdo.
—El significado de esa marca no es el de mis víctimas en sacrificio. Pero es una lástima que tengas que morir sin saberlo. ¡Puedes estar orgulloso, eres el guerrero que más me ha durado desde aquél maestro de artes marciales que perdió su espada a mis manos, y con ello su vida!—.
Una suerte de embrujado fuego dorado crepitó desde los miembros del luchador de extraños ojos, y su piel adoptó una textura rugosa que al poco iba oscureciendo, dedicando al gladiador aquellos momentos en que desplegaba la grandeza oculta de su magia.
—Ha sido divertido luchar contigo, mortal, pero ahora te haré arrodillarte ante el poder de mi estirpe. ¡Contémplame!—.


La Hora del Dragón

De nuevo allí sentado, en una jaula como tantas otras.
La noche anterior le dijo a Soryatani que aún le quedaba una última lucha, y que volvería con ella para siempre. Ella se abrazó a su cuerpo, le creyó sin más y tras darle un beso volvió a su yurta.
Ilusa. Kerish estaba sentado en un banco de piedra, fusionado a la pared de piedra gris también, y escuchaba el rumor de palacio tras los múltiples cerrojos y puertas que le encerraban en aquel habitáculo frío que olía a muerte. Frente a él, a sus pies, la espada que le había dejado su maestro, su amo. Un hombre al que consideraba un amigo unas veces, y alguien que comerciaba con su persona otras tantas. Aquello era el final, su vida había llegado hasta este punto.
Normalmente un gladiador, un espadachín que combatía a corta distancia no moría expresamente, pero en aquellas tierras viviendo entre salvajes ansiosos de sangre como lobos que eran, los combates siempre se celebraban a muerte. En otras partes del mundo era igual, la sangre, el acero, el dinero y el sexo movían a los reinos, y la brutal era de la ley del más fuerte siempre se oponía al conocimiento y la clemencia. Pero estas dos últimas cosas nunca ganaban las guerras.
La vida no se perdonaba, y desde luego, a él nunca se la habrían perdonado.
En los ojos del alumno, el esclavo, algo brilló con salvaje frialdad: una frialdad que de tan gélida e intensa que era, ardía. Como en otras ocasiones, tomó el gladio de hoja ancha romboide y acinturada, por un mango en el que cabía una mano y media. Se miró en el gris espejo de la hoja y escuchó a la gente hablando con tono melodioso y algunas veces ralentizando las palabras a cosa hecha. Él no lo comprendía, debía de ser la lengua de Xihuan que distaba de ser la misma que el dialecto gutural de los Ilonios (el cual pocos hablaban pero con el que se entendían con los Xin) y más aún de la lengua común o la de los Cymyr que casi había olvidado el joven bárbaro.
¿Qué sabía del exterior? Casi que no importaba ya, Torii se había marchado nada más entregarle en la jaula del carromato, como si fuera una bestia de feria para algún circo ambulante. No hubo despedida. No hubo palabras. No hubo nada desde que le revelara su último viaje al encuentro del destino. Había visto parte del templo, del recinto de mármol rojo y nombres grabados en metal dorado, justo cuando estaban rellenando el suyo con pinceles. Quizá, el dragón llevaba la cuenta o era un devorador de almas y así le recordarían a él. Otro que luchó con valor y fue engullido hacia la oscuridad. Un intenso frío le recorrió el cuerpo y, reprimiendo un suave espasmo al tensar los músculos, el bárbaro suspiró expulsando la duda y vaciando su mente. Calma de Batalla. Matar. Vivir. Morir. Descanso.
No habría nada más para él pues el bárbaro era buen conocedor de la realidad que otros negaban: es más que inútil aferrarse a lo vano, a lo vacío, a lo que la esperanza representa. Un deseo que no iba a cumplirse. Algo que no va a suceder. Es meramente una idea que se persigue sin alcanzar nunca, una bella mentira que azuza al hombre en la desesperación y la ausencia de algo en que creer para fingir que no está solo ante la muerte.
Cuando la esperanza queda respaldada por los medios y las circunstancias, todos creen que el universo está de su lado y los alumbra con su luz, que les da la razón. Pero no es así. El universo es un lugar oscuro y frío donde la vida no vale nada, donde todo lo que importa es cuánto puede luchar uno y resistir antes de perderse a través de la Nada.
Pero no se dejaría llevar por la desesperación ni aceptaría sus últimos suspiros con sumisión. Sería su propio dueño aquí y ahora, rompiendo cada ligadura para ser él mismo y nadie más. Los puños de Kerish eran voluntad real, la de afrontar su fin con sus propios medios y gritar su valor y su ira al mundo antes de ser arrebatado de él. Sin esperanza no hay miedo.
Las rejas se abrieron.
Y cuanto más mato, más poderoso me hago…”.
Las sombras se separaron de su figura, se había trenzado de nuevo el cabello, y vestía una túnica masculina blanca que le daba un aire diferente y dejaba sus piernas al aire, las botas con hebillas no faltaban, ni sus muñequeras de cuero con las que siempre entrenaba puestas. Le habían salvado varios golpes en estos tiempos.
¡Acepta nuestra ofrenda! ¡Te brindamos por tus favores la sangre del valeroso mortal, oh sagrado protector, que nos das la grandeza de los cielos protegiéndonos en cada despiadada batalla y mantienes la gloria de nuestro imperio!—anunció un hombre con túnicas ceremoniales escarlatas y doradas.
Mientras, Kerish abandonaba el limbo y cruzaba la puerta hacia el infierno.
Rodeados de un círculo de piedra, sobre la piedra misma, las llamas se alzaban como columnas vivas e incandescentes que desprendían un calor agradable. Kerish ya esperaba encontrarse con una bestia, pero en su lugar, le sorprendió qué suerte de enemigo le aguardaba: había allí un tipo que llevaba unos guanteletes dorados, el recogido cabello cano contrastaba con el brillo de una espada de hoja esbelta. Sus ojos dorados no le habían pasado desapercibidos, ni sus pupilas draconianas que resultaban aterradoras. Aunque con el aspecto de un hombre corriente, sin rasgos sesgados en la mirada, el adversario extendió los puños hacia los flancos de su cuerpo, recibiendo así al gladiador bárbaro que en ningún momento bajó la guardia.
—¡Ah, mi sacrificio! ¡He esperado ansiosamente por este momento! Acércate, joven guerrero, y muere con gloria ante el dragón del emperador—le instó el otro hombre, con la voz melodiosa y seria, pero alegre a un tiempo, como si hubiese esperado mucho por este día.
—Un momento, ¡me hicieron creer que lucharía contra un dragón!—gruñó Kerish, con desaprobación.
El guerrero del cabello blanco corrió hacia él y saltó, al mismo que su sorprendido visitante previó su alzamiento por la experiencia en la lucha, y se adelantó hacia él con una estocada en el aire que iba dirigida hacia su pecho. La maniobra falló al no ensartar al supuesto dragón del emperador, que con un toque de su fina espada, desvió la punta del gladio de Kerish, que lo empuñaba con la derecha, y le dejó la guardia abierta. Con el hueco dejado por una ausencia de defensa en el pecho, el dragón le golpeó con la empuñadura del arma y tomaron suelo, él con los desnudos pies, y el esclavo extranjero con la espalda. En tan sólo un segundo el enemigo se había movido tres veces con el brazo, era mucho más rápido que el bárbaro, que estaba jadeando, con el pecho subiendo y bajando de volumen. Nunca se había enfrentado a alguien así.
—¡Éste al menos me ha durado más que el anterior!—rió el dragón, mientras se acercaba confiado a su sacrificio.
Era un ser que había luchado años y años contra los mejores guerreros de Xihuan, e iba a tener su ofrenda de carne y sangre.


El espectáculo debe continuar (VI)

Con la noche, las conspiraciones se respiran en cada esquina y son de naturales como el aire mismo. La intrigante e insatisfecha esposa del Khan no se había dado por vencida. Tenía cada trama, cada urdimbre por llevar a cabo, que parecía que sus planes y manipulaciones iban solas. Aun así no todo salía como ella quisiera y tenía que vengarse de todo y de todos, tenía que hacerlo y ya. Estaba desesperada. Ni los guardias, ni los mercaderes, ni nadie cercano ni lejano. Su corazón colapsaba de pena y odio cerril ahogándose en su propia y miserable vida. Estaba sola y no tenía nadie que la ayudara.
Pero supo a quién recurrir.
Escogió el momento de desaparecer del aíl y llegó hasta el Kuoulún, donde se encontraba la solitaria silueta del guerrero de pieles negras con el cabello oscuro, observando la luna como un lobo, aullando suavemente, para que su voz hiciera eco hasta las otras gargantas lupinas que le respondían desde los bosques.
—Hola, guerrero. Es una hermosa noche para… aullar a la luna—sonrió Tuoya.
—En una noche como esta, cuando me fui de casa, no tenía otra compañía que los aullidos del lobo. Me siento muy ligado a ese animal—susurró Lobo Negro.
Tuoya se le acercó más, con las manos en el talle, y prudentemente, le miró a los ojos. Eran fríos, glaciares, sabía que podía contar con él.
Eran los ojos de un asesino sin escrúpulos.
—¿Sabes? Me he dado cuenta de que tú y tu hermano os respetáis mucho—.
—Él no es mi hermano, si te refieres a Kerish. Sólo le respeto, por no cortarle la garganta—bufó Lobo Negro, cruzándose de brazos con gesto ofendido.
Sus brazos voluminosos al apretarse en el gesto, por fuera de la túnica de pieles, eran fuertes y más definidos que los de su antagonista.
Tuoya se precipitó sobre él, poniéndole sus esbeltas y blancas manos en los hombros, apretándoselos con una de sus ardientes miradas hacia la claridad azul de los ojos del joven.
—Claro, ¿cómo podía ser hermano tuyo, si tus brazos son más grandes que los de él? Tu pecho más fuerte. Tus espadas más rápidas. Tus ojos, preciosos…—susurraba ella, elogiando sus atributos.
Estaba enamorado de Tuoya, no era sólo pasión o ganas de separar sus piernas. Era una belleza que le encandilaba, tenía esa expresión de águila despiadada, y luego estaban sus labios, sus deliciosos labios.
Acercó su rostro al de ella, y la abrazó, estrechándola suavemente, mientras Tuoya le miraba con desconcierto.
—¿Qué haces? ¿Sabes que puedo decírselo al Khan y él te descuartizaría a seis caballos?—.
—Hace un momento susurrabas como una amante y ahora lo haces como una serpiente. Pero me vuelves tan loco que me importa un bledo tu veneno—jadeó él.
—¡Ya veo que estás loco! ¡Quítame tus zarpas de oso de encima o morirás!—gritó Tuoya, forcejeando contra el abrazo de Lobo Negro.
—¡Que me mate! ¡Pero antes, te tendré gimiendo como una perra debajo de mí!—pronunció con pasión el gladiador, y le mordió el labio inferior, tirando de él para luego engullirlo con lascivia.
Luego, ella cesó de luchar y se rindió a su beso… su deseo casi liberado del todo le arrebataba por poco la voluntad a la esposa del Khan, y más aún, estar segura de que contaba con una buena ventaja para lo que planeaba.
Se separaron un poco, y le acarició entre los pectorales por encima de la túnica con un dedo.
—Quiero tenerte ahora, Tuoya. Y lo haré a cualquier precio, aunque sea la muerte—le reveló el joven, cerca de su oído derecho.
—Me tendrás a ese precio, entonces. Quita del medio a tu querido hermano, y seré sólo tuya—sonrió la joven mujer de ojos dorados.
—No mataría a alguien por capricho de una mujer. Ofréceme dinero, o mejor, ¡ofréceme el trono del Khan!—sonrió Lobo Negro, apartando un poco a Tuoya para mirarla a los ojos.
Ella apretaba la frente, gruñendo con una mueca que afeaba su rostro y lo transformaba en el de una perra rabiosa.
—¡Pues si no matas a Kerish delante de mis ojos, jamás seré tuya! ¿Quieres ser el nuevo señor? ¡Lo serás, mátalos a los dos! ¿O te falta valor para tomar lo que quieres, esclavo de mierda? ¿Es eso? ¿Por quién me tomas? ¡No estaré con otro sino con el que se haga Khan por sí mismo!—gritó ella, apartando a Lobo Negro con un empujón.
Y cuando él la asió por un brazo, ella le soltó un guantazo con la mano del brazo libre, el derecho, cosa que a él le divirtió. Le ardía la mejilla, pero tal gesto le hizo elevar las comisuras de la boca.
—Cálmate… Lo haré, pero tienes que prometerme que serás mi puta—rió él, mientras tiraba de Tuoya, y luego la dejaba caer tras hacerle una zancadilla.
Ella se recuperó de la caída lentamente, y herida en su orgullo y maquinando grandes planes, le miró fijamente relamiéndose el labio inferior, pensándoselo. Le daba igual. Quería a Kerish muerto por despecho, y quizá pudiera utilizar a Lobo Negro para asesinar al Khan y vengarse por partida doble, serían dos pájaros de un tiro. ¿Por qué no? Después de todo, el joven gladiador de ojos azules también quería deshacerse del otro muchacho, que le había eclipsado a ojos de su maestro incluso para morir con honor delante del dragón del emperador. Sería recordado por todos mientras que él tendría un tiempo de vida como nuevo entrenador y señor de gladiadores. Moriría sin más en un lecho, ¿qué otra cosa le esperaba si no conquistaba ahora su destino?
Ella aprovechó esa rivalidad animal.
—Seré tu puta—.
Las palabras de Tuoya confirmaban que el sueño de Lobo Negro iba a cumplirse, y todo lo que tenía que hacer era matar a su hermano de espada. Las mujeres de aquel mundo no siempre tenían igualdad de condiciones frente a un varón, pero su idea de la igualdad era que los hombres podían ser manipulados para algo provechoso y que a ellas les beneficiara.
Las féminas no tenían la fuerza física de un hombre, pero tenían otras tretas, y a pesar de que algunos varones habían asesinado a sus mujeres por celos o cualquier otro motivo perturbado, las mujeres también eran asesinas implacables. Sólo ocurría que las leyes de las tierras civilizadas así como las morales penaban más a los hombres agresivos que a las mujeres agresivas, trastornadas en su personalidad. Se tomaba al sexo femenino por débil erróneamente, sólo porque no estaban dotadas de la naturaleza fuerte que, en general, solía tener un macho, y la explicación que daba la ley y la corte de juicios era que si una mujer amenazaba de muerte o mutilaba a un varón, sólo estaba muy dolida mentalmente y que el dolor la hacía enloquecer involuntariamente. A ojos de todos, las mujeres no violaban ni asesinaban a sangre fría, ni se aprovechaban de otros hombres para cometer homicidios, pero lo hacían. Tras el telón, claro que lo hacían, siempre lo habían hecho.
Los cultos hembristas habían erosionado por tan dentro la férrea ley, que el concepto de una mujer en la civilización de puertas para afuera presentaba la imagen de la sagrada maternidad que protegía a sus hijos de un malvado varón, el cual los educaba en una “horrible costumbre machista”, como si el gobierno de tipo patriarcal oprimiera a la mujer cuando en realidad, no otorgaba responsabilidades al cabeza de familia que era de quien se esperaba guiar a la misma en la prosperidad y la salud. Proteger a la mujer y los hijos, proteger a la familia, estaba en el hombre. Y las aborrecibles y torcidas hembras que existían, distorsionaban este hecho a conveniencia de sus fines.
Pero en las tierras salvajes no había tanta hipocresía y era una realidad tan cierta como la erección de Lobo Negro ante la promesa de abrir las piernas de Tuoya, que le había encargado un cruel homicidio contra alguien de quien se había aprovechado sexualmente con un obligado consentimiento debido a su posición de poder, empleando el chantaje, la extorsión y todo por mero y vil deseo de cumplir sus perturbados fines. Las mujeres también confabulaban, violaban y asesinaban, y disfrutaban con ello tanto como los hombres que lo hacían, fuesen de la civilización o no… había hombres malos tanto como mujeres malas.
Desde luego, Tuoya aprovechaba su condición de mujer “desvalida” para ello como tantas otras que recurrían a sus estratagemas para conseguir lo que deseaban en cualquier parte del mundo.
Tal era el paisaje de las pasiones desbordantes y traicioneras, mas a Lobo Negro le daba igual.
Él podría vengarse, hacerse con la mujer que quería, y de paso, ostentar el rango de Khan aunque el poder tras el trono fuera la mujer de ojos de miel. Pero debía apresurarse.
Mañana, llegaría la Hora del Dragón.


El espectáculo debe continuar (V)

En el interior, de detrás de unos baúles, salió la fuerte figura de Bortochoou, con su gorro de cuero forrado de lana de oveja y un del azul. Se sentó junto a Qublei y le pasó el pellejo de licor Ilonio.
—Ya no podía esperar más—sonrió el mejor hombre y hermano de sangre del Khan, ahora un triste viudo.
—Ni yo, amigo mío—.
—Lo que te ha contado es cierto, y asumo la responsabilidad. Ella me dijo lo enamorada que estaba del gladiador… intenté aconsejarla lo mejor que pude, es como mi hermana. Siguió su corazón con toda la certeza pero su mente no es tan consciente del suelo como lo es del cielo—.
—¿Sabes qué aprecio de ti, Bortochoou? Tu lealtad y el honor de afrontar las cosas. Nunca me mentirías ni para salvar tu pellejo—sonrió el Khan al dar un sorbo al airak, en tanto que el otro guerrero de las estepas le arrebataba con una risilla maliciosa la bebida para darle un largo trago.
—Te lo digo en serio, Qublei. ¡Si el precio es la ejecución, que me lo pague tu espada en mi cuello! No daría la vida más que por mi hermano y lo haré con orgullo—.
—Es mi orgullo, herido y henchido, el que te considera tal como eres el mejor y el de mi sangre. Háblame de ése chico…—.
—No hay nada que ya no sepas. Y mañana, quién sabe si morirá. El destino no está claro, sólo veo el camino desde el origen. Conozco al joven hombre desde que Torii lo trajo a su pequeño campamento, y podría ser tu cuñado, un gran cuñado. Pero es un esclavo, y se le ha marcado para la muerte—aseveró Bortochoou, encogiéndose de hombros mientras le pasaba el pellejo de airak al Khan.
—No pienso liberarlo para formar familia. Los hijos de mi hermana no vendrán de un esclavo, ¡y menos de uno que la ha profanado! ¿Debería perdonar a mi hermana, amigo?—.
—Deberías abrazarla y demostrarle que ella no es un objeto con el que comerciar. Ella te quiere y te respeta, pero teme por sí misma en tus manos. Es sangre de tu sangre, más que yo. ¿Merecería el desprecio o el látigo por escuchar su corazón como tú lo hiciste? Nuestra cultura protege a los nuestros, y entiendo que Kerish no lo sea. Aunque si quisieses, eso podría cambiar—.
—Pues no quiero. Y como has dicho antes, ya se ha decidido el destino del muchacho. Que ella lo llore, tendrá derecho, pero el hilo de sus vidas será cortado por mi mano y no volveré atrás. Hay mucho en juego y ya hemos movido las piezas. Sí, la perdonaré. La perdonaré, ¡pero no sin reprocharle su error!—.
—Te pagaría un valle entero de caballos si lo tuviera para casarme con la dulce Soryatani y darte sobrinos locos y guapos. Pero ella ama a otro hombre de vida corta, y ni tú ni yo podemos quitarle el derecho de amar a quien desee. Sólo vivimos una vez—.
—Ojalá todo fuese tan sencillo. Somos de distinta madre, y quizá eso me hace sentir menos aprecio del que debo por ella, pero por otro lado, no dejaría que ningún hombre indigno la manchase. Debería matarlos a los dos como castigo, son una mujer y un perro esclavo. Los castigaría a ambos y punto. ¿Realmente haré bien pasando por alto su indiscreción? ¿Por qué siento apego y asco a la vez que deseo impartir justicia con mi sedienta espada? ¿Me equivoco o soy justo? ¡Ser el señor de mi pueblo es una gran carga! ¡La cabeza tengo llena de aullidos que no me permiten conciliar el buen sueño!—gruñó el líder de las tribus, a todos los efectos un rey y como tal, aquejado por las presiones del liderazgo.
—Tú eres el Khan. Yo invité al esclavo a comer con nosotros por requerimiento de tu hermana, con tu mandato, pero supe que ella quería tenerlo delante como a una persona corriente. El amor es puro, amigo mío, y tu hermana sigue siendo pura—.
—Hablas con el mismo amor que yo hablaría, amigo, aunque en estos momentos me arde el estómago. Tendré que perdonarla. A él no… ¿Y si lo entregamos como tributo? Es fuerte y seguro que nos daría suerte el sacrificio. Otro nombre en la muralla roja—.
—Tomes la decisión que tomes, castígame a mí, pero no a ella. La quiero tanto que me quitaría la vida si la viera marchitarse triste como una flor sin tallo. Tampoco tienes por qué castigar a Kerish, nos ha servido bien. ¡Envía un prisionero Aolita! Seguro que las mandíbulas de la bestia no notan la diferencia—.
—Sincero como siempre, hermano. No seré demasiado duro con ella, pero a ése cachorro inmundo y miserable le espera lo que debe esperarle. Hice un pacto con el Padre Cielo, amigo. Jamás deshonraría a los dioses, y de todos modos, es tarde para cambiar de opinión. ¡Los demás me verían débil si le perdonara! No podemos dejar que eso ocurra, no ahora que estamos tan cerca. Además, él no es de los nuestros, es un esclavo porque es débil y nosotros fuertes—.
—Qublei…—le interrumpió su hermano de sangre.
—¿Qué más tienes que decir?—.
Tras un silencio, Bortochoou le recordó un proverbio ancestral, volviendo a hablar poco más tarde de destensar el cuerpo, nervudo, por nombrar sobre los dioses y sus pactos con los hombres.
—No menosprecies a un cachorro débil, pues podría convertirse en un tigre feroz—.
El Khan se acarició la perilla que se estaba dejando y los bigotes, y miró hacia el fuego. Sus ojos brillaron sobre las llamas, y luego se giraron hacia su hermano de sangre y alma. Continuaron después, cortando la anterior conversación al tratar sobre un plan de ataque a la capital del imperio.
Luego de acordar los pormenores, el Khan puso una mano sobre uno de los robustos hombros de Bortochoou. Él había consentido a su hermana, así que tanto su hermano de sangre como Soryatani y él eran culpables de lo mismo. Igual se salvaría Torii y todo quedaría en una reprimenda para la princesa, pero si quería ser el nuevo emperador, si quería que su campaña empezase bien desde el principio, debía jugar bien la partida con la sabiduría del Lobo Azul.
Pero, ¿cómo hacer lo que era correcto para el corazón de la joven y cómo hacer lo correcto para el Khan y su familia? ¿Cómo podía afectar positivamente todo para su plan de conquista?
Sí. Qublei ya estaba pensando en otra cosa más.
—Sabes, Bortochoou… no te va a hacer falta ese valle de caballos—.
Contrariada y sin saber apenas sobre el sacrificio ni dragón alguno, consideró que era suficiente y se marchó.
En el exterior de la tienda, Tuoya lo había escuchado a la perfección. Obviamente, ella tuvo otras intenciones y lo último que quería era que su trabajo para fastidiarlo todo se quedase en una sonrisa, una boda y todo perdonado.

 


El espectáculo debe continuar (IV)

Semana y media más tarde, el señor de las hordas regresó y fue recibido en una fiesta de bienvenida y de despedida: por el triunfo en Xihuan.
Todo estaba dispuesto para liberar a sus lobos y luchar a todo o nada en un único combate. Qublei no se había hartado de tanta leche fermentada de yegua como acostumbraba, y por ello su mente funcionaba con más claridad. Se encontraba con poco apetito, sentado y meditando, allí en su tienda. El emperador de Xihuan había exigido el tributo acostumbrado de cada año, el mejor guerrero de las hordas. Antiguamente era uno cada diez años, pero él no arriesgaría a nadie. La última vez, Bortochoou se quedó sin hermano. Un honor religioso y una honra ancestral en morir a manos del dragón del emperador se consideraban tales, que los nombres de los ofrendados ocupaban un lugar importante en una losa roja que había como monumento en memoria de los sacrificios por el poder y la gloria del reino. De todo el imperio Xin.
Pero el Khan no lo veía así… un dragón, desde tiempos ancestrales, era para él una criatura maligna que trataba a los humanos como si fueran ovejas a las que sacrificar para saciar su voraz apetito. No sólo eso, sino que había dragones que no eran meras bestias. Según el vulgo, algunos podían tomar forma humana, o incluso hacer magia. Empero pocos dragones debieron existir (o seguían existiendo) así, pues era una patraña que un reptil acaparase el saber arcano tan exagerado que se le atribuía en las leyendas, y las leyendas solían exagerar las verdades. Por supuesto, no todas las leyendas eran mitos sin verdad…
Su ancestro Khromme fue un Akei de pura raza. El Khan lo sabía.
Y algunos de los suyos también lo sabían, pero se callaban. Esperaban el momento de sublevarse contra el emperador, reuniendo todas las fuerzas posibles y vengar la milenaria afrenta. De ahí que quisiera, preferiblemente, un pacto con los Aolitas.
Ahora, los tenía bajo su férreo puño, a ellos y a muchos más, pero la ciudad imperial estaba fortificada. Xihuan poseía soldados entrenados en distintas artes marciales y que utilizaban los puños y los pies con una destreza increíble, tan letales como las espadas y las lanzas.
Era un mundo por conquistar que el Khan jamás tendría en sus manos, pero él tenía la sangre de los Akei, aunque corrupta, corriendo por sus venas. Todo se lo debía a aquél reyezuelo loco, que exterminó a su gente hacía generaciones, emergiendo de señor de la guerra hasta el salón imperial.
Llegaría el momento en que Qublei se echaría como un lobo salvaje sobre el pomposo hijo de puta que sentaba su trasero en un trono que no merecía, y entonces… entonces sería el rey del mundo. Sólo necesitaba unirse más a sus gentes, unir a más pueblos, y el poder vendría de su cimitarra Ilonia como un rayo libertador, así como la muerte vendría de su espada ken.
Alguien entró en la tienda, con la mirada sumisa y hacia el suelo de un esclavo triste, pero que ardía con un interno fuego dorado y vengativo en los ojos de Tuoya.
—¿Qué quieres?—le interrogó el joven Khan, sin dirigirle la mirada a la mujer.
—Sólo estar contigo, mi señor—suspiró ella, de tal forma que ni siquiera se notó el sarcasmo y el ardor con el que escupía las dos últimas palabras.
—¿Tú? ¿La que menos gime de mis mujeres?—sonrió Qublei, —Ahora dímelo en serio. Quieres algo, ¿verdad?—.
Tuoya se reprendió a sí misma mentalmente, mientras se arrodillaba delante del Khan, mirándole suplicante, lo más suplicante que pudo fingir.
—Algo difícil tengo que contarte. Pero antes, te ruego que no me cortes el cuello, oh gran Khan, pues mis palabras podrían profanar tu orgullo y cegarían tu corazón de tal forma que desearías matarme. Tengo una gran culpa que confesar—.
Qublei entrecerró los ojos, y cruzando y descruzando entre sí las piernas, apoyó el codo derecho en la rodilla derecha, y la barbilla en la mano diestra, con la contraria sobre el costado izquierdo.
—Habla—replicó secamente.
—Se trata de tu hermana Soryatani, tiene un amante. Sabiendo que querrías que ella fuera tu unión con la sangre imperial tras la conquista a su dinastía que tantos años has planeado, creí que era mi obligación como esposa decírtelo. Prevenir tu deshonra, gran señor—.
Tuoya bajó la cabeza de nuevo, y Qublei permaneció quieto, impasible, pero con el rostro enrojecido de ira. ¡Su hermana, su bien más preciado al igual que su caballo, Espada Que Baila!
—Si es verdad lo que dices, ¿cómo te has enterado?—susurró con suspicacia el Khan.
Ella no se demoró en explicarse. La técnica del doble rasero, siempre tan apta si se podía manejar bien.
—Una noche he seguido a tu hermana, simplemente por mera casualidad porque algunas veces paseo sola, y me quedo a ver el reflejo de las estrellas que flotan en el río Kuoulún. La vi yendo hacia el coliseo que había montado tu abuelo, a imagen de los de esos pueblos de “ojos redondos” del sur, ¡y la encontré juntando su tripa a la del esclavo pálido! ¿Qué clase de mujer te desobedece, quizá creyendo que no temerá tu ira por este ultraje a tu voluntad, mi señor? Si todos se enteraran… ¡Él le metió esa gorda tranca hasta el fondo, una vez y otra, tomando lo que no le pertenecía! ¡Debe ser castigada!—.
Quizás Tuoya hubiera querido decir “Me robó la gorda tranca que yo quería meterme hasta el fondo una vez y otra”, pero de haber expresado que lo que sentía eran unos horribles celos y que se tiraba sin penetración a aquél chico de 17 años para el que tenía planes sexuales de lo más turbios, lo cierto es que la que hubiera estado en peligro hubiera sido sin duda ella misma.
Quería a Kerish, quería a Soryatani lejos de él y que fuera castigada por tocar lo que le pertenecía por derecho, uno que ella misma se había atribuido. Qublei miró iracundo su espada ejecutora. Una mujer Ilonia no era de otro hombre hasta que le daba un hijo, su primer pensamiento fue matarle a él y casarla precipitadamente con algún jefezuelo de tribu con el que pudiera vivir con relativo lujo. Pero por otro lado, estaba demasiado abatido pensando en su gran plan de conquista, y en entregar el sacrificio al dragón del emperador. Costumbre impuesta antaño, aún en rigor para glorificar más al emperador de Xihuan y que no descargue la cólera de su mítica bestia. Algunas leyendas de boca en boca entre los Ilonios hablaban de un temible monstruo que destruía a los hombres en batalla, y que por eso se sacrificaban siempre a los buenos guerreros, para mantener saciado a este ser y que, acompañado de un tributo al emperador, significaba paz para todos con la sangre de sólo uno.
Así asintió:
—Ella nunca ha sido de ningún hombre, puedo comprenderlo, pero ese asunto ya lo discutiré—.
—¡Mi señor, si ella no teme tu represalia es porque eres demasiado misericordioso! ¿No sería mejor mostrarle que debe respeto y obediencia al hombre que la debería haber casado con un rico general, al hombre que pronto va a conquistar todo este país, este Imperio de los Dragones?—le insistió Tuoya, pero Qublei tenía una paciencia infinita.
—Dime, fiel esposa: ¿has nombrado antes el hecho de pasear sola?—.
—Sí, mi señor—.
—¿Por qué paseas sola?—.
—Porque así la mente se libera de las presiones del día y tú entiendes mejor que nadie esa carga sobre la frente—.
—¿Y tú no tenías unas guardianas? ¿Tus dos guerreras que podían tumbar a varios hombres? ¿Ellas iban contigo en esos paseos o ibas sola del todo?—.
Ahí el señor de la guerra se fijó en la reacción del rostro de la mujer, aunque no acertó nada más que a discernir con un breve silencio antes de mover los labios que ella permanecía tensa. Provocaba ese efecto en la gente, no le dio mucha importancia pero le preocupaba su seguridad.
—Claro que venían conmigo, mi gran esposo. Siempre—.
—Diles a las dos que vengan y que den prueba como testigos—.
—Mi Khan, ¡ya lo hice! Pero temían tanto tu cólera que se negaron y prefirieron quitarse la vida luchando entre sí antes que desairarte. Ha sido un horror pero prefirieron darte sus vidas en prenda. Yo misma pensé en ello, pero dejé caer la daga antes… antes que poder decirte con la boca lo que no podría con mi fantasma. ¡Te temo y venero, marido, como todos te temen y veneran! Pues tienes mucho poder en ti y más ahora que vas a ser por completo el amo del imperio de Xihuan—.
—¿Dices que se mataron antes que confirmar tus palabras? Aunque es cierto que soy tan temido como querido, no imaginaba ese rasgo en aquéllas dos guerreras entrenadas para ti y que eran como hermanas o incluso hijas: temerme más que a su ama. Todos los que venimos del Lobo Azul como hijos suyos inspiramos eso. ¡Basta entonces de este asunto! Quiero tu palabra de honor. ¿Me la das de que cuanto has dicho es verdad?—.
Ahí no hubo de pensarlo mucho porque conteniendo una sonrisa y empleando los espasmos de los músculos de su rostro, la Ilonia pareció en cambio demostrarse sobrecogida y dos lágrimas descendieron desde los párpados inferiores hasta las comisuras de la boca.
—¡No hay mayor castigo que una deshonra para mi señor! ¡Digo la verdad! ¿Iba a llorar entonces si no lo fuese? ¡No puedes dejar la traición impune y que las dos almas de mis guardianas hayan partido en vano al eterno cielo azul!—.
—¿Es entonces el castigo lo que quieres para mi hermana?—.
—Es justicia lo que quiero para mi Khan—jadeó sumisa, cerrando los ojos, con cara de ir a llorar de nuevo a lágrima suelta a la par que encogía los hombros.
Qublei abandonó su pose y la abrazó, mientras ella ponía la cabeza en el hombro izquierdo de él.
—Tuoya, has obrado bien. Te quiero, y te agradezco que me lo hayas contado. Me encargaré de ello mañana—sentenció el Khan, mientras su esposa le miraba con ojos vidriosos, excusándose, y se retiraba de la tienda de Qublei.

 

 

 


El espectáculo debe continuar (III)

Lo que se apreciaba en la visión de Soryatani desde las dos semanas anteriores al terminar el mes pasado, justo el tiempo que habían estado viéndose ella y Kerish a escondidas desde que él volvió de las tierras extranjeras, no era nada bueno.
Un dragón y una mancha de sangre. Almas en pena estirando sus brazos cadavéricos hacia la insignia. La misma que había visto en el joven al que amaba. Tenía que ir a verle con urgencia, y así hizo. Se puso un del verdoso y se lo ciñó al cuerpo mediante un cinturón blanco de algodón que ajustó tras su cintura, y partió al encuentro con su amado. Debía prevenirle del peligro.
Veía también en sus ensoñaciones místicas una serpiente de ojos dorados y escamas negras que mordía su mano, y nada de esto era bueno. Había llegado el momento. Volvió a la yurta de Torii en el campamento y se presentó a solas ante él. La noche era tan propicia para ello que él asintió con tan sólo verla entrar, y se apresuró a salir con ella. Cuando estaban en el pequeño cobertizo dentro del coliseo, aquello a lo que Kerish llamaba casa, ella extrajo de su cinturón un ching de oro. Torii lo rechazó.
—No lo quiero. No hace falta ya—suspiró él.
—Este es el precio por tu silencio, por tu permiso y por el amor de Kerish, pero esta noche es algo más que eso—.
—Te dejaré pasar sin tarifas, ya no quiero tu dinero. No puedo interponerme entre vosotros dos y menos aún ahora…—.
—¿Qué está pasando, Torii? Algo no va bien, ¿verdad? ¡Dímelo!—inquirió ella cogiéndole las manos, suplicante cuando podía exigirle cada palabra que tuviera que decir.
—Lo siento…—jadeó Torii con pesar, y se alejó.
Ella penetró en la estancia, la luna estaba más que alta, y algunos dormían. Kerish estaba allí, solo, echado sobre su cama. Soryatani se inclinó sobre él para besarle la frente, pero una mano se cerró en torno a su cuello. El apretón no resultó letal, pero la hizo daño y ahogó su grito. Entonces, los ojos de él se estremecieron al verla, y la soltó.
—Sorya—.
—¡Mi amor!—susurró ella, acariciándose la zona afectada por el breve estrangulamiento cuando él se disculpaba con la mirada.
Con todo, aquel apretón casi dominante la había excitado.
—No te esperaba esta noche. Creí que no podrías esquivar a los guardias esta vez—.
—Si no puedo verme contigo mientras estás junto al Kuoulún es porque por el día hago las tareas de una mujer o estudio. En todo este tiempo apenas te he visitado porque los ojos están puestos en mí, pues mi hermano planea su siguiente movimiento de conquista tras la lucha contra otras ciudades que se han opuesto y me busca pretendientes cada vez menos de mi gusto. La única ocasión de verme contigo es por las noches, pagando a Torii para que nos deje estar jun…—.
—¿Pero qué dices? ¡Ahora entiendo, le pagas por mis “servicios”!—rugió él, levantándose con un gran cabreo.
Ella le puso una mano en un hombro, pero él la despreció.
—Déjame en paz. ¡Se acabó, no soy una puta!—le susurró Kerish, entrecerrando los ojos con furia. No era la primera vez que violaban su honor.
—No lo comprendes. No te digo esto sin venir a qué…, no me era posible verte de otra forma y Torii puso un precio por ello, pero ya no. Desde la muerte de una de mis hermanas durante la traición de los Aolitas en el banquete, desde que salvaste mi vida, he sido tuya y sólo tuya. Te debo mi vida y mi corazón y ningún precio podría ser más caro que los segundos que pasan sin ti—jadeó ella, abrazándose a su cintura; —¡Te amo, mi esclavo, mi señor entre los muslos!—.
Kerish volvió a sentir esa debilidad intensa y extraña. Supo que el nombre de aquello estaba más claro que nunca: cariño. Amor incluso, estaba empezando a sentirlo. Le gustaba y le disgustaba. De cualquier modo era un esclavo y su maestro tenía derechos sobre su persona por más que le enfadara, y si debía cobrar a una mujer por él, que ya no según su amada, de todas formas tenía todo el poder de hacerlo.
Se volvió hacia la bella Ilonia, con el ardor de sus ojos y su ánimo sofocados por la certeza de cada frase anterior, de cada expreso sentimiento, y le dedicó palabras amables.
—Oye, lamento lo de tu hermana, la que estaba con Bortochoou. No quise hacerte sentir mal. Todo esto es tan nuevo para mí que no sé qué hacer, y es complicado. Más de lo que crees. Es sólo que yo no soy libre como tú y no tengo derecho—.
—Lo tendrás. Te compraré si hace falta… —sonrió la princesa tribal, acariciándole los labios con las yemas de los dedos, y volvieron los pensamientos sobre su hermana, —Al menos ella está en un lugar mejor, y aunque la extraño a veces, Welún es uno con los vientos del cielo y puedo escuchar la canción que siempre le gustaba cantar. Bortochoou se casó con ella obligado por mi hermano, pero aun así, siempre la trató con respeto y amor sólo por ser mi hermana. Es el único hombre en quien confío porque su amor lejano nunca me ha traicionado—.
—El hermano de pacto de sangre del Khan. Un gran hombre—asintió Kerish.
—Tú eres el mío—.
Ella le quería de verdad, y él estaba queriéndola tras cada encuentro más y más. Se giró y la cogió por los delicados brazos, mirándola ardientemente a sus ojos de jade con vetas rojas y besó sus labios.
Como la otra vez, Tuoya estaba espiándoles, oculta como estaba entre las sombras a la entrada de aquél sitio donde nadie molestaba al esclavo extranjero de piel nívea, e igual que hizo en la anterior ocasión, llevó los dedos de su mano derecha a su propia brecha de hembra y se frotó con rabia. Lo vio todo. Él echó a su amante sobre la cama, y le levantó la ropa con cierta violencia mientras situaba la cara entre sus piernas, y le brindaba el placer que Tuoya le había enseñado a dar. Pero esta vez lo disfrutó dándolo como nunca, y Soryatani más que él sintiéndose plena y amada hasta el infinito. Cuando ella se incorporó un poco, pasado un rato, y sus efluvios manchaban la cara y la boca del bárbaro, le acarició el cabello al mismo que él se alzaba un poco para besarla en la boca, y volvía a lamerla entre los labios que acogían sus ingles, susurrando…
—Te amo—.
Siempre la había visto tan lejana, tan hermosa, tan inalcanzable… y llevaban tiempo siendo un amor prohibido, apasionado, sin desconfianza. Verdadero.
Pero empezó todo con tal explosión, que él nunca se atrevería a admitir que la iniciativa de su relación la tomó una mujer. De todas formas, él no había estado nunca con una, y en su tierra se las había considerado como algo más que la mitad del hombre. Algunas eran maestras guerreras, otras chamanas, y además recibían la educación de sus madres necesaria para iniciar a un hombre y convertirlo en más que su amada pareja, en un amante que conocía lo que le gustaba a las féminas.
Allí era diferente. Pero en cierto modo, sabía complacerla de sobras.
Además de eso, debía agradecerle la instrucción a Tuoya, pero el mérito que mostraba ahora, echando de lado a la joven para penetrar en su cavidad más íntima y carnosa, se lo debía al corazón gentil de Soryatani. Él la hizo el amor sin prisa, con una ardiente pasión que la inundaba como una terrible ola de placer que crepitaba húmedamente cada vez que la parte trasera de los muslos y de las nalgas de la joven princesa encontraban su antagonista con el bajo vientre y las piernas de Kerish. La intrusa les envidiaba, les odiaba, y se masturbó enloquecida varias veces por ello hasta quedar rendida con la espalda contra la pared y sentada con las piernas abiertas. Lloró. Porque más de lo que deseaba admitir, quería a ése maldito esclavo para ella cuando sus planes se hubieran cumplido y gozarlo. Ver que la princesa le disfrutaba así la hería de rencor, así que tan silenciosa y esquiva como llegara, se fue dejando media alma en el camino. En cuanto a los amantes, se dieron un largo tiempo acoplándose, acariciándose, y a la mitad que quedaba de noche, dormían abrazados. Ella se levantó y se vistió, silenciosa, pero él la hizo girarse y la abrazó con fuerza.
—No te vayas—.
Los ojos de Soryatani se abrieron humedecidos por lágrimas de emoción, de cariño y de pena. Cuando una cálida lágrima cayó por su mejilla izquierda, y otra por la derecha, Kerish se las retiró con los pulgares de sus manos, sosteniendo la cabeza de la joven con ellas.
—Te amo, Kerish. No puedo estar sin ti. Eres todo lo que me saca de este paisaje deprimente, de lo que me rodea y oprime. ¿Qué más puede decirte esta mujer desde su corazón? No seré princesa si debo ser como tú para estar contigo—.
—No tengo derecho a pedir, soy un esclavo y sólo anhelo la muerte libre de un guerrero. Pero mientras viva te amaré sólo a ti—.
—Pues no deseo estupideces heroicas. Deseo un hombre que me ame, aunque sé que un día morirás, pero he pensado en escapar de aquí… de esto, contigo. Tú eres mi hombre, y un oscuro futuro nos espera si no nos alejamos de esta tierra. Podemos ir donde quieras, puedes hacer conmigo lo que desees porque soy tuya. Pero hemos de irnos—.
El joven nómada sonrió con tristeza, una de las pocas emociones que podía mostrar con una sonrisa en la cara, igual que el desafío a la muerte. Empezó a separarla despacio de su abrazo.
—No escaparé contigo—.
—¿Por qué, Kerish? Nos dejaron en este mundo el uno para el otro—preguntó Soryatani, rodeando el blanco y fuerte cuello con sus brazos, mirándole con ojos vidriosos y brillantes, sin dejarse alejar.
—Pero no puedo escapar del destino. He luchado tanto…—.
Y sin hablar más de ello, los dos se abandonaron a una tierna lujuria, primero bebiéndose mutuamente con un beso lento que les inundó por igual de calidez, y entonces, sólo entonces, ella abrió su cueva del placer para cobijarle de la fría soledad cuanto él quisiera. Al fin y la cabo, era la última vez.


El espectáculo debe continuar (II)

Acto seguido, Torii señaló a dos de sus guardaespaldas, los cuales hicieron a Kerish ponerse en pie sujetándole por las axilas. La cosa pintaba fea.
—Hace años te marcamos con un símbolo, ¿sabes por qué?—le preguntó Torii.
—¡No, dímelo maestro! ¿Qué significa esto?—gruñó Kerish, mirándole como un lobo enfurecido.
—Eres un gran luchador. Nadie ha conseguido darte muerte, y el dragón de los antiguos es un signo de la eternidad y la fuerza—.
A Kerish le resultaban conocidas esas palabras, ya que en su cultura, los dragones eran bestias que simbolizaban el poder.
Todo gran guerrero que había derrotado a otro, o a un dragón, llevaba esa enseña en sus ropas o en su cuerpo para distinguirse del resto. Llegaba a ser algo hasta religioso portar la marca. Entre los que eran como Torii, el dragón presentaba un signo tan bueno como malo, sí, pero también significaba otra cosa que los desaparecidos Akei legaron al mundo… la marca de la muerte.
—No entiendo por qué aquél chamán quiso que te tatuásemos el dragón Akei. El caso es que te inducimos un trance para encontrar en ti lo que el chamán presentía… una fuerza extraña que según él podía ser beneficiosa, o una amenaza. No le cuestionamos cuando, en ese trance, sacó de ti que luchabas contra un dragón y lo vencías. Dijo que era la señal de tu poder y que debías llevarla en la carne para afrontar tu destino, así que lo hicimos. Y ahora el emperador ha pedido en persona que luches contra su campeón. Todo empieza a tener sentido…—.
—¿Sentido de qué? Torii, déjame ir y suéltame. ¡Lucharé con quien sea!—.
—Sé que lo harás. Pero debes luchar… contra un dragón—.
El bárbaro dejó de resistirse y Lobo Negro le miró, perplejo. El campeón del emperador era una bestia legendaria.
—Mejor tú que yo—susurró lleno de alivio.
Kerish le miró, sin comprender, y luego asimiló. Sus ojos fueron hacia su maestro y cerró la boca al procesar todo esto, asintiendo.
—Lucharé con el dragón y le daré muerte o moriré como un guerrero. Sólo tenías que pedírmelo. De todos modos, es mi destino morir mañana o algún otro día—.
La respuesta hizo sentir emoción a Torii, y Lobo Negro, viendo que su maestro apreciaba el ofrecimiento de su discípulo (que no dejaba de ser esclavo), sintió más envidia. Aunque era la muerte, eso hacía grande a Kerish a ojos del maestro.
—Te juro que querría que no murieras, pero el dragón exige sacrificios a cambio de darle poder al emperador, y siempre exige lo mismo: al mejor guerrero. Tu marca quizá está relacionada con ello, y el Rey Dragón, el emperador, fue quizás también el hombre que ordenó al chamán venir por su visión para que te tatuaran la marca, pues se dice que soñó con un dragón que destruía al otro, y eso sería el inicio de una edad de caos. Sólo Sar sabe el significado de esto, y resta decir que preferiría ir yo en tu lugar. Si es deseo del emperador, que ha pedido expresamente tu vida por tu nombre, su voluntad debe acatarse. No podemos más que afrontar nuestro destino como hombres, y tú eres el mejor que he criado y conocido…—le espetó su señor, abrazándole.
Los grandullones le soltaron y Kerish recordó algo: los brazos de un hombre fuerte que no había vuelto a sentir con una paternidad tranquilizadora, y esa sensación débil que no comprendía, tan intensa, aunque no soportaba que le tocasen.
—…Hijo mío—susurró Torii, conteniendo apenas las lágrimas.
No le parecía justo, pero se consideraba un honor morir en las fauces del dragón del emperador.
El joven bárbaro guardó silencio mientras Lobo Negro comprendía qué era lo que no tenía y por qué. De todos modos, él jamás comprendería el honor, pero se sentía ajeno al abrazo del hombre que había tratado a ambos como a unos hijos… dentro de lo que se refiere a mantenerles con vida tras cada combate y ocuparse de su educación.
El muchacho de las Tierras de la Noche tensó su cuerpo y pronunció una palabra maldita para él.
—Me enseñaste que el destino…—.
—El destino es lo que tú haces de él—susurró Torii, que iba con su del azul y un fajín rojo, poniendo las manos sobre los hombros del bárbaro, —Eres y serás siempre mi mejor hombre de la espada. ¡Tienes el corazón, tienes el hierro, tienes el deseo y el espíritu! Recuerda todo lo que te enseñé. Cuando luches con el dragón, alcanzarás la inmortalidad. Dicen los míos, antes de partir a la batalla: Vuelve por tus pies al fuego junto a nosotros, vuelve al cielo con el viento y los caballos—.
Kerish separó a su maestro y le miró en silencio. Como siempre, lo decía todo con los ojos. Después de ello, aunque Torii nunca hubiera imaginado que el gladiador aceptaría el sacrificio (al menos el joven tenía la absurda idea de ganar la mano al dragón), le acarició la rosca verdosa que le hacía llevar siempre, traspasada por un cordel en el agujero central.
Fue el precio al que le había comprado, con monedas de jade. Según el tamaño del aro, había una medida asociada a un precio. Kerish costaba 36 de jade, toda una fortuna, y ahora valía el doble. Mas en estos momentos en que quería libertarle, debía ofrecerlo a la muerte. Supo que el Padre Cielo había dispuesto la suerte de cada mortal desde su nacimiento por cómo se sucedía todo en el destino, y el perder a otro hijo, aunque no fuera de sangre, le rompía el corazón.
—Ahora ve a ese, tu pequeño castillo de madera y descansa. Tienes un mes hasta la hora del dragón. Entrena duro para que la última lucha sea grande y el final más grande aún. Y tú, Lobo Negro, conservarás la vida a mi lado y serás maestro también. Todavía debes traer grandes triunfos a mi casa—.
El gladiador asintió y el maestro gladiador le despidió con un asentimiento de cabeza. Lobo Negro fue también despedido del mismo modo. Ignoraba por qué había sido llamado también, pero quizá lo comprendía. Por una parte, que Torii le consideraba su hijo también. Y por otra, aunque enfrentase a Kerish a la muerte, seguía prefiriéndole y le restregaba que era mejor que él.
¡Mejor que él! ¡Que Lobo Negro, el asesino sin remordimientos!
Esto tenía que acabarse.
La gloria de Kerish no sería muriendo contra el dragón del emperador, él ya se encargaría de eso.


El espectáculo debe continuar

Una vez estuvieron en la tierra natal de Torii, Lobo Negro y Kerish se presentaron ante su maestro tras los entrenamientos. El Ilonio les sonrió mientras les ofrecía un tazón de té caliente a cada uno, de rodillas sobre la estera en su yurta.
—Los dos habéis culminado años de entrenamiento alcanzando casi la perfección, en tan poco tiempo. Aun así el destino os depara otra senda—.
—¿No soy perfecto matando, maestro?—inquirió Lobo Negro.
—Lo eres más que otros—respondió el maestro de gladiadores, —También lo es Kerish—.
Les miró fijamente a ambos unos instantes, habían sido como hijos para sí mismo, sus alumnos más jóvenes. Más o menos les conocía a cada uno su parte; el del cabello negro no era un misterio para él…
Se trataba del hijo de un norteño que había pasado la vida en los bosques, en una cabaña, y que se casó con una salvaje que había salvado de una cuadrilla de esclavistas, aplastando los cráneos de todos ellos a golpe de mazo.
No había tenido más en su vida de su padre, desde que su madre enfermó terriblemente y permanecía en la cama con horribles dolores en el pecho. Su progenitor se hizo soldado en algún reino del sur y había vuelto derrotado y sin blanca, y vender pieles de lo poco que cazaba no ayudaba a mantener a su mujer y a su hijo. Una noche, en la pequeña cabañita del bosque, el joven estaba entrenando como un día cualquiera, a los doce, con dos espadas cortas que le cogía a su padre a escondidas. Había observado los movimientos del hombretón de barba corta y cabellos largos durante meses y los imitaba con fanatismo. Sólo eso de admirarle de lejos y crear un vínculo con esas armas había conseguido suplir la falta de afecto que su padre le había causado. Su madre ya ni hablaba, y aquella noche fue a verla, por última vez. Seguía estática en esa solitaria y fría habitación, con sus ojos azules puestos en el techo, apenas parpadeaba, pero respiraba. El dolor se había extendido como una ponzoña hasta su centro neural, y ya no tenía salvación.
Se meaba encima, se cagaba, no comía ni bebía, y la muerte no venía a librarla del calvario. Un calvario que ya no sentía en su piel, porque por fuera, ya estaba casi muerta. Lobo Negro se tragó sus lágrimas y le clavó al unísono las espadas de su padre entre los pechos, destrozando su corazón.
Los gélidos iris azules empequeñecían mientras las pupilas, aliviadas, aumentaban de radio. Abrazó a su madre, ante la mirada furiosa de su padre, que le dio una paliza que podía haber sido terminal.
El joven explotó entonces desde dentro, mirando con sus frías pupilas a su padre, y le cortó los brazos por la zona en que se unían al torso, fortalecido por el dolor y la rabia.
Cuando su padre cayó al suelo, entre estertores y chorros generosos de sangre, el joven Lobo Negro le dio una muerte demasiado piadosa  con una estocada en la nuca. Con el cuerpo dolorido, se sentó tranquilamente en la mesa donde compartían tantas veces la comida, y sin arrepentimiento, engulló el plato de lentejas con carne de ternera que su padre había dejado humeante en el salón. Desde entonces, su trato hacia todo el mundo había sido así de frío, cruel si podía, y dañino.
Eso hizo que Torii se fijara en él cuando lo capturó a costa de las vidas de seis hombres.
Se ganó su nombre por llevar siempre una pelliza negra de lobo y comportarse despiadadamente. Era el asesino perfecto. En cambio, el otro tenía muchas cosas en contra.
Todo su ser en contra.
Pero le agradaba matar, disfrutaba con la sangre, aunque no con la crueldad, y lo único que sabía era que fue un joven con un nombre desconocido que pertenecía a una tribu de más allá de los páramos y los glaciares, que había luchado contra un oso mítico, y cuyo corazón ardiente no soportaba la opresión de la esclavitud.
Con todo, era adaptable e inteligente alguna vez que otra. Pero casi nunca hablaba de sí mismo. Le bastaba con tener un arma en las manos para bañar la tierra de sangre y nada más le importaría.
Mas, apreciaba el honor por encima de todo. Lobo Negro jamás lo comprendería, y por eso, no era el favorito.
En el fondo, ello llenaba de ira al joven de cabellos negros, pero era una furia que el maestro sabía que tarde o temprano, en el momento adecuado, descargaría sobre su hermano de espada.
—Por ello, he decidido entre los dos, y ha sido muy difícil. Los ancestros Akei han hablado a los chamanes, y uno de los dos está destinado a la gloria. Pero la gloria también le llevará a la muerte…—.


Los juegos de Enoda (VIII)

Los juegos de Enoda habían transcurrido con gran éxito y las multitudes hallaron un gran goce en su clímax final.
Pocas cosas igual de apasionantes y sangrientas contagiaban tal fervor al público, fuera del escalón que fuese, en al menos cinco siglos. Las gentes echarían de menos el evento en la fiesta de despedida, donde algunos gladiadores gozaban del festejo, y otros en cambio, reponían sus heridas.
Volverían a Ilonia en cuestión de un mes o dos, Kerish no sabría decirlo, y harían paradas por otras ciudades-estado y pequeños reinos de occidente en los que tanto maestro como alumno, ambos bárbaros, se sentían pequeños en medio de tantas murallas gigantes y palacios y templos, aunque no se sentían tan pequeños en estatura.
La raza humana, creada por los dioses a saber con qué propósito, era una raza joven y perfecta en cierta medida.
Aprendían rápido, se reproducían en cuestión de nueve meses y eran totalmente adaptables a lo que les viniera.
La mayoría no pasaban del metro sesenta y cinco, y con mucho, un metro setenta de estatura a nivel mundial, la cual era una estatua corriente. Kerish medía 1’80 y los demás le veían casi como él mismo se comparaba con un tipo que midiera dos metros.
Torii, que era más bajo que él, había visto humanos más altos aún. Lobo Negro era un poco más alto que Kerish, al menos le superaba cinco centímetros, y ya de por sí llamaba la atención.
Antes de la partida, el maestro les llevó al prostíbulo de más prestigio, a ellos y a los otros gladiadores, antes de volver a los páramos gélidos.
Bebieron juntos, como una familia, y escogieron chicas.
Lobo Negro se hizo con una hermosa joven de ojos azules como los suyos, y de melena rubia. Su piel broncínea mostraba que la prostituta era del sur, o algún tipo de mezcla exótica, con ese cabello y esos ojos, y con la sedosa piel morena por el sol olorosa a una fragancia almizcleña.
Se llevó a la joven mujer a un reservado, tiró de su hermoso cabello rizado, lamiéndole el cuello con ansia lasciva, llegando hasta sus labios con un gruñido.
Ella se dejó hacer sumisa, y luego, Lobo Negro la hizo ponerse sobre las rodillas y las manos en el suelo.
Se desabrochó el cinturón y dejó caer la túnica de pieles, mostrando un torso amplio y fuerte, el de alguien que no había hecho otro ejercicio que sobrevivir día a día usando armas para matar.
—Quítate la ropa—.
La joven se deshizo de su túnica roja, y le miró con sus hermosos ojos azules algo temerosos.
Él lo advirtió y se regodeó mientras dejaba caer sus pantalones al suelo tras quitarse las botas. Pero volvió a ponérselas.
Cuando ella estaba tal y como su madre la trajo al mundo, él se amarró su erección con la correa que sostenía como un látigo y se puso tras ella, tirando del cinto hacia atrás, dejando que el resorte natural de su sexo fuera luego hacia delante al aminorar el tirón, azotando con la cúspide y parte del hinchado tallo las nalgas de la fémina, que aunque fuera voluntaria, se sentía intimidada por aquél joven de cabellos negros.
El chasquido húmedo y excitante de esos azotes la hizo jadear, hasta que estuvo deseosa de él, y se giró para engullir la virilidad de Lobo Negro. Empero, él le puso la mano en la frente y la hizo caer de espaldas de un empujón.
—¡No! ¡Soy tu amo, zorra! ¡No harás nada sin mi permiso!—gritó, y pellizcó los pezones de la joven con los dedos de las manos, tirando de ellos hacia sí con crueldad.
La muchacha iba a replicarle antes de que él la pinzara sus sensibles botones carnosos, que remataban sus senos pequeños pero bien formados.
Echó un quejido y se levantó para no sentir más dolor.
—Sí, mi amo… ¡haré lo que vos me pidáis!—susurró ella.
—Así me gusta—gruñó él, complacido.
Lobo Negro aflojó su cruel caricia y estimuló los pezones de la rubia con un suave movimiento que oscilaba una mano al contrario que la otra, arrancándole un suave gemido.
Lamió el rostro de ella, como un lobo hace con una víctima con la que juega, y se levantó, cerrando la correa en torno al cuello delgado de la muchacha.
Tiró del correaje de cuero negro y la estranguló un poco, acercando su miembro a sus labios rojos y dejando que su compañía de esta noche se aproximase, pero cuando ella iba a cerrar la boca sobre su arco, retiraba a la muchacha nuevamente.
Eso la puso más ansiosa, y él se divirtió largo rato con ello, hasta que la suela de sus botas resbalaba en el néctar que ella destilaba por entre los carnosos labios que permanecían separados hacia las ingles.
—¿La quieres?—rió él, casi infantil.
—Sí, mi amo—.
—¡¿La quieres?! ¿Te crees lo suficientemente buena como para merecerla, zorra?—dijo Lobo Negro, tirando más del correaje, hasta que a ella le costó respirar.
Su risa era cruel ahora.
—¡Pídelo por favor!—le susurró vivamente entre dientes a la joven.
—P… Por… Fav…ooor…—gimió ella, casi sin aire, y él aflojó la presa, ofreciéndole su sexo con una mueca lasciva en su juvenil rostro.
—Cómetela… no quiero que dejes nada. ¡Si no, te castigaré!—rió él.
Su sumisa esclava por una noche engulló con toda la ternura y la paciencia que pudo la caliente rama de carne endurecida por la presión y el ansia sexual, se mostró tan complaciente, que él decidió premiarla, al cabo de media hora.
—Vamos. Date la vuelta, y enséñame ese culito—jadeó Lobo Negro, ansioso por penetrarla, y así hizo nada más que ella le mostrase la apertura de la rosada brecha entre sus carnes morenas, introduciéndose en ella con lubricidad ensalivada, alargando un gemido un extenso instante…
Continuó embistiéndola despacio, pero cada vez entraba con más violencia a la par que abandonaba la cavidad femenina con deliberada y cruel lentitud.
La mezcla entre dolor y placer hizo estallar a la joven en un horrible orgasmo mientras Lobo Negro constreñía el cuello de ella con la correa del cinturón.
Cuando la joven se dejó caer, extenuada, él retiró el cinturón del cuello de la prostituta y le azotó las pequeñas nalgas, admirando cómo el inocente rostro de ella se contraía de dolor y placer entre lágrimas.
—¡Todavía no me has complacido, perra! ¡Eres una puta esclava que no vale el tiempo que estoy gastando! ¡Vamos, grita! ¡Muévete hasta que llegue!—gruñó él entre dientes, mientras la novicia se movía penetrándose contra él, con las nalgas rojas por los azotes, y hacía entrar y salir frenéticamente la lanza de Lobo Negro de su vulva húmeda y resbalosa…
Hasta que él decidió que era suficiente, y sacudió su glande contra el pequeño trasero de ella, brindándole su esencia masculina en borbotones cálidos y lechosos, con un ronco grito de placer.
—¡Dadme vuestra simiente, mi señor! ¡Por favor!—gritó ella, notando que el ardiente esperma goteaba sobre su espalda y sus nalgas, llegando también a la vez a un intenso orgasmo.
Lobo Negro se estremeció de placer, y tiró del pelo de ella, sentándose en una butaca que había en la habitación, cerca de una cama y una palangana, e hizo que, sin levantarse del suelo, ella acercase el rostro a su miembro.
Su rabiosa pasión le había hecho ponerle otro rostro a la mujer que tenía delante.
Unos ojos dorados, unas facciones blancas y suaves, malignamente hermosas, y un cabello negro azulado, liso y oloroso a un perfume indescifrable.
Era el rostro de Tuoya. Por un momento, él enrojeció, y le lamió la boca nuevamente, deteniéndose en su lengua, proporcionándole un largo y obligado beso.
Luego, la alejó de él, con el cinturón de nuevo en su cuello, como si fuera un animal doméstico, y tiró un poco más fuerte, haciendo que la mejilla izquierda de la prostituta diera con un chasquido carnoso en su miembro brillante y reblandecido.
—Eres un desastre. Límpialo hasta que no quede ni gota—.
Ella obedeció, y lamió complacientemente el sexo de él, sin reserva. Había algunas gotas ya secas, pequeñas, de la sangre de la primeriza.
El hombre que se había llevado su virgo por un buen precio era un tipo terrible, al que temía pero que la excitaba al tratarla como a una vulgar perra piojosa.
Y eso a él le gustaba saberlo en cada caricia de la lengua de la mujer cuyo amor era de alquiler.
Pero con todo, Lobo Negro ansiaba a una mujer por encima de todas, y ésa era una de las mujeres del Khan. Cuando llegasen a Ilonia, trataría de hacerla suya.
Tenía todo lo que una mujer podía desear en un hombre.
Entretanto, uno de los gladiadores que no había escogido chica, el de la trenza rojiza, yacía en el jergón de uno de los reservados él solo.
El prostíbulo había cerrado y todos estaban bebiendo aún, fornicando, o durmiendo. Kerish únicamente pensaba en la noche en que estuvo con Soryatani.
Con las manos tras la cabeza, mirando hacia el techo, tenía la pierna izquierda estirada sobre la cama y la derecha flexionada por la rodilla.
Tan sólo con un taparrabo blanco, y los aros que adornaban sus brazos y su pierna, miraba hacia el techo de madera del prostíbulo.
Seguía sintiéndose como un animal enjaulado.
Cerró los ojos, y se dispuso a soñar con los verdes iris del rostro amable y sensual de Soryatani. Pero su maestro le interrumpió, y le confió una tarea. Tenía que ir a una villa, escoltado, a prestar un servicio.
Suspiró y se dispuso a ello sin dudar, como uno de los aguerridos campeones de los juegos Enoda que era.


Los juegos de Enoda (VII)

No es que tampoco se tuviera mucha constancia histórica de la época de matriarcado, si bien era cierto que, en las postimetrías de aquellos salvajes reinos, años en que la civilización alzó sus ciudades desde la barbarie, algunas mujeres ostentaban el poder y lo compartían con sus consortes, pero apenas media docena de ellas habían ganado sus tronos por la espada de la guerra y muchas menos impuesto ese supuesto reino de la mujer sometiendo al varón.
Recapacitando sobre esto, Ispasia olvidó algunas enseñanzas radicales y vio al joven que estaba sentado sobre un banco de mármol en el pequeño jardín tras la casa.
Dudó, pero fue a coger útiles de cura, y bajó a buscarle. Era un luchador y había demostrado su supremacía, y de no haberlo conseguido, ahí quedaba su bravura, que igualmente la hubiera cautivado.
Ispasia era mujer, y se sentía atraída de forma muy natural, cuando lo natural para algunas de aquellas sacerdotisas que practicaban sus cultos a oscuras en las noches bajo la ciudad era raptar un hombre, violarlo, y ofrecer su falo al ídolo en holocausto.
La joven se acercó al bárbaro con una bandeja de plata, volviendo a dudar.
Las altas sandalias de tacón de dedos al aire crujieron suavemente por las cintas que llegaban hasta por debajo de las rodillas suaves de Ispasia, y Kerish la miró, sin decir ni una palabra.
Antes de bajar, ella se había puesto un collar sobre el modesto escote de su túnica blanca hecho de láminas de oro, y un brazalete en el brazo izquierdo que representaba una serpiente dando varias vueltas al enroscarse.
Las muñecas, cubiertas por pulseras de todo tipo, y los párpados retocados con un color azul que brillaba como el metal.
Si no llevaba pendientes, era porque no se había hecho aún los orificios.
El uno miró al otro en silencio, y ella se sintió estúpida por no decir nada y quedarse ahí parada.
Se había puesto bien guapa: el cabello recogido de esta tarde brillaba, tanto como la sombra dorada que se había dado bajo los pómulos de su suave óvalo para que se le notasen en contraste.
A aquélla muchacha, cualquier rey la hubiera pedido por esposa pagando un reino.
Había decidido, fue tarde para recular, y era una chica valiente aunque aún muy joven y vergonzosa, pero si hubiera sabido que por dentro el otro joven la deseaba, se hubiera olvidado las tonterías donde dejó su ropa interior esta mañana, en este día de calor.
—Vengo a ayudarte—dijo al fin.
—No he pedido ayuda—susurró Kerish.
Ella boqueó con los rosados labios, que no habían necesitado ni carmín, y pareció entristecer, pero él intentó arreglar el desperfecto.
—Quiero decir, que es sólo un rasguño. ¿No te reñirá tu padre?—.
—Eso no es asunto tuyo—sonrió ella, dejando la bandeja al lado de él, y untó un ungüento en una gasa blanca, pasándosela por la herida.
El estepario gruñó, y ella retiró la mano derecha, con la que sujetaba la gasa.
Tembló un instante, era un guerrero fiero, y temía sus reacciones, pero luego él bufó y le dijo con la mirada que continuase.
—Estate quieto, sé que duele un poco pero es porque te curará—susurró la Eneda.
Puso su mano izquierda en la mejilla derecha de Kerish, y le presionó suavemente el fino corte, tocándole más de lo que quería el rostro.
Pronto, se encontró acariciándoselo, y eso pareció amansar a la bestia de cabello largo, pues cerraba los ojos, enseñaba los dientes, pero no había rugido alguno.
—Ya está. En un par de días sólo será una cicatriz, ya verás—dijo Ispasia, hablando nuevamente con un tono de ternura y preocupación.
Kerish la miró a los ojos, la piel de la joven brillaba, muy poco bronceada, pues el cánon de belleza de su país decía que las mujeres más blancas de piel eran más hermosas y por tanto las que estaban morenas por el sol era porque no tenían techo bajo el que cobijarse (o bien pertenecían a clases bajas), así que el color de la piel también era símbolo de posición.
Una mujer obligada a trabajar porque su marido no ganaba lo suficiente estaba mal vista, y se la calificaba de pobre e innoble.
Kerish también tenía tono pálido, pero a diferencia de ella, era un siervo. Orgulloso, porque lo era, pero un siervo contra su voluntad, aunque no vivía mal. Sólo moriría mal.
—Tu hermano ha luchado bien—susurró él, levantándose.
—Sí pero has ganado tú—.
—La primera sangre es suya—concluyó Kerish.
Estuvieron unos segundos mirándose, e Ispasia le estudió: ojos casi rasgados, rostro blanco, aniñado y anguloso (a ella le parecía casi andrógino), cejas no muy gruesas, y cabellos largos de color rojizo al sol, que no anaranjados y rubios; además tenía esa expresión altiva y un cuerpo que muchos considerarían un orgullo sólo por la fuerza con la que era capaz de usar con las armas, pero no el de un atleta de gimnasio.
Vestía con toscas botas de pieles sin afeitar, y llevaba una armadura de cuero con la forma de su torso, un ancho cinturón, y ceñidos pero cómodos pantalones de cuero.
Entre las mujeres del culto, se consideraba con cierta leyenda a los bárbaros de las tierras frías los seres más duros y bellos, y eso que apenas habían visto unos pocos.
Y desde luego, había una belleza salvaje e indomable en él pese a sus invisibles cadenas que hizo a la muchacha enamorarse. Él echó a andar hacia su maestro, que silbaba llamándole, ajeno a los súbitos sentimientos que salían por los ojos de la Eneda.
—Tengo que irme, mujer—.
—Espero que nos veamos pronto, extranjero—suspiró ella.
—No lo creo, soy un esclavo—replicó Kerish.
Mientras él se mostraba inmutable al irse, la hermosa joven que se había arreglado para dentro de un rato, cuando llegaran los amigos de su padre a la noche, permanecía viendo su cuerpo perderse lejos del jardín a medida que caminaba, sintiendo cierto ahogo.
Había dejado que él la viera antes que cualquiera, que su madre incluso, y el bárbaro sólo había intercambiado algunas palabras con ella.
Quizá fuera sólo un capricho, pero Ispasia se habría entregado a él si todo hubiera sido diferente. Sin embargo el gladiador no parecía ni sentir la menor emoción por lo que ella le había brindado.
Hombres y mujeres eran dos seres del género humano que hablaban la misma lengua sin entenderse, y seguían siendo muy diferentes, porque Ispasia y Kerish lo eran.
Sólo en esa diferencia radica la igualdad de hombres y mujeres…
Porque ella sí tenía la esperanza de que volvería a verle.


Los juegos de Enoda (VI)

La punta de la espada que llevaba el gladiador señalaba amenazadoramente la garganta de un Raquio jadeante, pero que disfrutaba la violenta emoción, sudando. Kerish permanecía quieto, frío como una admirable estatua sin embargo viviente, esperando una orden.
El muchacho bajo sus piernas le había conseguido engañar y por poco le atravesaba. Era un rival digno, y aunque accidentalmente, le había tocado con su arma. Gajes del oficio.
El general alucinaba con el combate pues su hijo había estado espléndido, pero el muchacho esclavo era mucho mejor además por ese desenvaine tan propicio contra el guardián, y esa extraña manera de combatir: blandiendo el arma con dos manos.
Torii dio una palmada y Kerish se separó de Raquio, no representando ya amenaza alguna, pero con la mirada ardiente por el combate.
—¡Primera sangre! ¡Raquio gana el asalto!—sonrió el maestro oriental, mientras Kerish observaba la espada, para saciar su curiosidad.
Creía haberse hecho un corte en los dedos al empuñar la hoja, pero descubrió que esta tenía o muy poco filo o bien ninguno.
El hierro era regularmente bueno, no lo bastante, pues no estaba tan bien tratado o es que era de mala calidad (quizá consideraba ambas cosas), y era un arma hecha para atacar de punta, dada la constitución de la espada.
La entregó al guardián desarmado y se pasó los dedos de una mano por la heridilla, un fino surco de un lado a otro que no se prolongaba mucho.
Eso sí, el joven que estaba en el suelo se levantaba, incrédulo por su victoria. Mas su padre sabía quién había ganado realmente. El lanista dio a Kerish la orden de alejarse y éste asintió, obedeciendo al retirarse.
—Tu chiquillo es buen luchador, Torii. ¿De dónde lo has sacado?—preguntó el general Eneda, intrigado.
—Lo compré en un lugar llamado Minas Chägor. Era un esclavo, no sé nada más de él, pero en realidad es muy especial—dijo el Ilonio, dándole las monedas de curso legal en esas tierras que le debía.
Le daba igual realmente, esta noche tendría más que eso y diez veces.
—Lo es, lo es. Mi hijo ha disfrutado como nunca, ¿eh, soldado?—sonrió el hombre civilizado, abarcando a Raquio con el brazo izquierdo, —Bien, me quedo a dos del grupo de allí y a otros dos del grupo de atrás para esta noche—.
Ispasia, que había estado viendo el combate, jadeó cuando vio al muchacho extranjero sobre su hermano con una espada. No entendía por qué los varones tenían que pasar por todas esas cosas de la lucha, la sangre y las espadas.
Bueno, en parte sólo sabía lo que su madre y su círculo de amigas le habían enseñado. La mujer, principalmente, daba hijos al hombre, y se tenía a las madres por algo sagrado.
Mantenía el hogar de puertas para adentro (con las ganancias del marido por supuesto), se ocupaba del cuidado de los niños, del hogar cuando no había sirvientas, y si podía, estudiaba para cultivar su mente, a la par que tenía que cultivar su cuerpo, únicamente el templo de su marido.
No se tenía por una sumisión (ya que la sumisión únicamente se da en los dominados por alguien que se sitúa por encima de su figura como un amo), pues un matrimonio era un acuerdo, un compromiso, entre dos amantes formales cuya relación va más allá de encontrarse y pasear de la mano haciendo público su amor fiel. Una promesa de formar familia y darse hijos a sí mismos tanto como al estado.
El hombre, por contra, se ocupaba rara vez de la educación de los hijos, pero sí se encargaba de suprimir sus debilidades y desarrollar sus habilidades con juegos, pruebas…
El intelecto que algunas mujeres inculcaban a sus hijos y la preocupación por su saber y sus estudios decidía de manera importante la posición social de la descendencia, su cultura, tanto como los hombres influían en los varones con un modelo a replicar, una imagen que ellos mismos habían tenido de sus padres y éstos a la vez de los propios.
Además, en este mundo, la figura del hombre era la del guerrero, pues era obligación defender los intereses de cada uno por medio de las campañas bélicas, y también, no sólo los intereses del estado, sino los hogares. La familia.
Los hombres endurecían a sus hijos enseñándoles las artes guerreras que conocían, y así, reforzaban su virilidad. La amistad que surgía más allá de esa “brutalidad” que algunas mujeres hembristas declaraban obscena o antinatural alegando que el dominio debería ser de la mujer, a otras o más bien a la mayoría, les gustaba.
Y si el mundo no era de las mujeres y como a ellas les gustaba, era simplemente porque no eran guerreras ni estaban dotadas para el combate y cambiarlo a golpe de espada, ya que como opinaban las mujeres que profesaban tal doctrina, para eso estaban los hombres.
Era pues un culto que quería imponer un matriarcado hipócrita.
Ellos defendían el hogar luchando, ellas criaban a los hijos y cuidaban la casa. A veces el intelecto podía resolver cuestiones que estaban condenadas al fracaso (o triunfo) por la fuerza, pero en Arryas, se vivían tiempos turbulentos de unas 20.000 batallas al día en todo el mundo, y la única figura que podía asegurar su supervivencia y plantar cara a la adversidad abriéndose paso en la vida era el hombre guerrero.
Así, las hembristas más radicales de las que le había hablado su madre querían su sitio en un mundo de hombres que no les pertenecía a ellos según ellas, pero que no podían tener sin ellos, a la vez que ellas querían estar por encima de ellos, y a su vez, que sólo ganaran ellas, pero con ellos.
Y desde luego, ellas no ganaban las guerras reales, y esperaban ansiosas a sus maridos en casa, pero que no volvieran como cadáveres pues sin ello, su orgullosa supervivencia se vería muy reducida.
¿Mandarían entonces las mujeres algún día “dominando” a los hombres, y luchando contra los hombres, o lo harían contra ellas mismas?
Si no habían ganado batallas, ¿el mundo era suyo pues y tenían el derecho de poseerlo, tratando a los hombres como bestias a las que follarse por placer, fines reproductivos, o acaso como carne de batalla?
No, eso no.
Hombres y mujeres tenían su medida, y sus funciones vitales. Las mujeres se convertían en mujeres cuando un hombre las hacía sentir así y sangrar con placer, era su rito a la madurez, pero los hombres no eran hombres si no obtenían sangre de una forma un tanto diferente y para nada placentera.
Muchas llamaban a cierta dominancia injusta “machismo”, pero fue un nombre despótico que ellas le dieron a una contracorriente contra la que se habían hecho un ideal.
Para ser buenas, había que tener un enemigo contra el que luchar, y algunas, desde que perdieron el poder del matriarcado en tiempos de sus tatarabuelas, pillaron una rabieta y ardieron en deseos de venganza contra la figura del varón.
Pero los hombres mandaban porque eran fuertes, capaces y dotados para ello. Pasaban su rito de hombría con un arma en la mano, y terminaba con sangre.
No en vano, en ciertas costumbres esotéricas, la espada o la daga simbolizaban un falo.


Los juegos de Enoda (V)

El joven bárbaro volvió la cabeza y descruzó los brazos, caminando hasta el grupo.
Miró fríamente al general y luego a su hijo, quien estaba entusiasmado con probar sus habilidades contra otro espadachín.
Frotándose las manos, el lanista medio sonrió e informó a su prometedor pupilo y campeón:
—A primera sangre, lo más superficial posible. Cesa cuando el oponente esté comprometido, que ya nos conocemos—.
Entendiendo las órdenes, el muchacho estaba dispuesto a pelear a corto sable tanto como el mimado hijo de Auntio.
Pero para sorpresa de éste, el general miró a uno de los dos guardianes, el que aún iba armado, y levantó la barbilla señalando con la cabeza y la mirada al púgil extranjero.
El general giró la espada que tenía en las manos; el pomo se presentaba cual cabeza de águila de latón macizo y oscurecido, y enfundándola en la vaina suelta del guardián se la pasó por el aire al gladiador, quien la tomó al vuelo con la diestra, sin inmutarse.
Se le puso de frente el tipo que estaba armado, con la mano derecha sobre el mango de su espada, bajo la cadera izquierda.
Kerish se atravesó la espada con la vaina por el cinturón, pero bajo la cadera derecha, y miró a su oponente, silencioso.
El joven Raquio no pudo evitar preguntarle a su padre, extrañado:
—¿No iba a luchar yo, papá?—.
—Sí—sonrió Auntio, —Pero primero quiero que hagas lo que te dije. Estudia a tu enemigo para poder vencerlo. En batalla, los hombres a tu mando serán un bien sacrificable para este fin—.
El retador ante Kerish desenfundó en un rápido movimiento y alzó su espada precipitándose por el joven estepario con un tajo desde lo alto, pero el gladiador bárbaro desenvainó desde la derecha con esa misma mano, teniendo el dorso hacia el costado al mismo que se echaba hacia la diestra del guardián.
Sorprendió al general, porque no conocía esa forma de desenvaine, y además, creyó que Kerish era zurdo al ponerse la espada al lado derecho.
El ataque del guardián chocó contra la defensa evasiva del gladiador, y éste aprovechó el rebote de armas para despejar hacia su derecha el espadazo del contrario, el hierro de ambos brilló cuando el guardián volvía con un tajo exterior desde la izquierda con el brazo derecho, pero Kerish se hizo un paso hacia la diestra anteponiendo la espada, y el tajo no le llegó a dar en el cuello.
Luego fue su turno.
El guardián apenas previó que el bárbaro lanzaría el mismo ataque dando un paso hacia donde antes, y el gladiador le golpeó bajo el hombro derecho con la punta de la espada, haciéndole un corte poco profundo que dolía más que sangraba.
No le había ni dado tiempo de recuperar el brazo cuando Kerish pivotó con un medio giro vertiginoso hacia su derecha sobre sí mismo, con un paso hacia la diestra del contrincante, cambiando el arma de mano en el aire.
La espada quedó con la punta y una cuarta del filo sobre la piel del cuello del robusto guardián, y éste, que tenía el brazo demasiado cerca del de Kerish y su espalda, estaba a su merced, pues con la mano armada de tan cerca no tenía maniobrabilidad.
El general, que los tenía a los dos dándole el pecho, asintió, y el guardia privado se alejó del gladiador, yendo a buscar algo con que vendar una herida a su orgullo más que su brazo.
—¿Lo has visto, hijo? Se mueve como un felino. Es rápido, pero que no te engañe… tu esgrima rivaliza con la suya. Ya sabes lo que hay que hacer—.
El general dio una palmada en la espalda a su primogénito, y éste desenvainó la espada, dejando la vaina en manos del otro guardián que restaba.
Caminó un par de pasos hacia Kerish, su delgado físico no le hacía temible a primera vista, pero la frente abultada y los ojos brillantes, y esa sonrisa contenida, daban muestra de que su adversario iba a ser muy técnico. Alguien que usaría la espada con inteligencia.
El joven tentó a su primer enemigo real con una falsa estocada, acosándole, y Kerish lanzó un tajo con la esbelta espada de izquierda a derecha, y luego de vuelta, pero con la punta.
Raquio se agachó y se retrasó un paso, volviendo a adelantarse con una larga estocada hacia el pecho del gladiador, que llevaba un peto de cuero que se ajustaba al molde de su cuerpo.
El joven bárbaro tomó la espada con ambas manos y se echó a la izquierda del civilizado, y antepuso el arma hacia la izquierda con la punta en transversal hacia abajo, protegiéndose de la puñalada.
Dio un paso hacia la derecha manteniendo estirada la pierna zurda, y quedó hacia el flanco izquierdo del ágil muchacho Eneda, descargando un mandoble hacia su cabeza.
Raquio le miró sorprendido a la par que aterrado, y en lentos segundos, giró su cuerpo hacia Kerish anteponiendo su espada, deteniendo su ataque.
El choque le conmocionó unos segundos, su contrario tenía fuerza, realmente, y trató un tajo elegante de abajo a arriba cuando las espadas rebotaron, hacia la alta diagonal derecha. Kerish se agachó echándose hacia su propia izquierda estirando la pierna contraria, y el silbido del metal azotando el aire pasó de largo.
Se echó contra él con una estocada, ayudando a su espada con la mano zurda para imprimir fuerzas al arma, pero el hijo del militar esquivó el ataque hacia su vientre aunque no pudo con el embiste del hombro derecho del bárbaro, que estaba por delante, y cayó al suelo.
El hijo del militar se levantó raudo y lanzó un tajo hacia la cabeza de Kerish, quien antepuso su arma en vertical para detener su filo, aunque Raquio, más inteligente en la esgrima, había mentido y redirigió su ataque hacia el costado izquierdo del bárbaro, ahora desprotegido.
El gladiador antepuso el arma hacia el lado izquierdo nuevamente, y la punta del arma y el filo pasaron junto a él con un chirrido de metal en fricción.
Interpuso después la mano izquierda contra el pecho de Raquio, barriéndole con el pie izquierdo tras el talón derecho, y cuando el hijo del general Auntio se desequilibró, el bárbaro le golpeó con el pomo de la espada en el pecho, tumbándolo en el acto.
Cayó al suelo como si todo se hubiera ralentizado para él, la arena de la palestra saltando en miles de incontables gránulos, y el extranjero bajó sobre él con la rodilla izquierda en tierra, a horcajadas sobre su cuerpo, y empuñó la espada hacia abajo, a la inversa, apoyando los dedos de la mano izquierda sobre la guarda y la guarnición; al mismo tiempo el extremo de la espada del muchacho de cabello claro le había hecho un corte sobre el tabique nasal al interponerse en defensa, pero fuera como fuere, el hijo del general estaba perdido.


Los juegos de Enoda (IV)

—¿Quieres decir que mi hermano puede ver cómo luchan y yo no?—.
—Así es, Ispasia. Él es el chico, y además el primogénito, tiene que aprender lo que tu padre le enseña igual que tú aprendes lo que yo te enseño—.
—Es cruel que los hombres se maten—.
—También es necesario muchas veces, si no, nosotras no estaríamos aquí. Pero es muy de hombres, pues para serlo, han de pasar un rito de sangre. Ya sabes lo que dicen en el culto: “Los hombres empuñan sus espadas igual que sus falos y pocos los manejan con igual entusiasmo”—.
—Mamá… ¿puedo ver esta vez cuando luchen?—.
La madre de Ispasia miró a su hija con desconcierto. Claro que podía verlo, pero a una mujer rara vez le gustaba ver estas cosas, que eran de hombres.
Además, la sangre y la muerte repugnaban a las mujeres, y por ello, no se solía ver demasiadas que gustaran de los combates de gladiadores.
Por si fuera poco, Aetia no glorificaba demasiado esas cosas, pero las entendía, y apoyaba a su marido.
Al menos bajo la apariencia de buena esposa. De cualquier forma, sólo habían combatido una vez a muerte delante suya, pues por lo demás, solía ser hasta que uno de los espadachines era vencido en técnica y se rendía, o a primera sangre.
—Se lo diré a tu padre, a ver qué opina. De todos modos, la función será esta noche cuando vengan los amigos de Auntio, pero tú ya estarás durmiendo, señorita. No obstante eso se puede pasar por alto si le convenzo—sonrió Aetia, acariciando con uno de sus finos dedos, el índice de la diestra, la naricilla chata y algo respingona a la vez de su hija.
Ispasia rió, y abrazó a su madre por el brazo izquierdo, besándole una mejilla.
—¡Gracias, mamá!—.
—¡Venga, ve a terminar tus tareas de la escuela!—la apremió su madre, acariciándole tras la oreja derecha.
La joven partió hacia la casa, y subió las escaleras de mármol blanco para llegar a su habitación y manchar la punta de una vara de madera que le hacía de lápiz, escribiendo en un cuaderno, y de vez en cuando, miraba por la ventana, que daba hacia el solar de arena frente al que se erigía un templete donde la servidumbre preparaba la fiesta de esta noche.
Desde allí arriba podía contemplar cómo los gladiadores se entrenaban, aunque más bien, se estaban vendiendo a su padre para que él eligiera a los más bravos para el combate.
Entre ellos, Ispasia se fijó en un joven pálido con una larga trenza, su cabello a la última luz del sol parecía rojo o ya lo era y su adorado astro sólo lo hacía iluminarse más sanguino y anaranjado, pues realmente, era un color que emergía de un castaño oscuro.
Estaba allí, cruzado de brazos, y permanecía al lado de Torii.
¿Su hijo? No, en absoluto.
Parecía uno de los norteños que su padre acostumbraba a describir, contra los que había luchado una vez, hacía mucho tiempo. Una expedición perdida que se los encontró en tierras donde la nieve lo convertía todo en blancura y gelidez, donde las bestias eran más terribles.
—¿Puede mi hijo probar su destreza con uno de tus hombres?—preguntó el general Auntio a Torii.
—Sería un honor, general, pero ellos son demasiado grandes para tu retoño. No dudo que le has enseñado bien, sino que quizá son demasiado brutos—le respondió Torii.
—¿Ah sí? Observa—susurró el general, haciendo una seña a otros dos guardianes que patrullaban por el interior, protegiendo un edificio más pequeño, donde el general guardaba documentos y objetos de valor personales.
Los dos guardianes de túnica marrón que acudieron saludaron con la cabeza, serviles y marciales.
Dirigiéndose a uno de ellos que debía medir lo que el resto, 1,74 como mucho, le pidió su arma y la balanceó con distracción. Era una espada genérica, como las que llevaba todo el mundo allí frecuentemente.
—Raquio luchará con el muchacho pelilargo, entonces. ¡Raquio, corre por tu espada!—resolvió el general.
—General, mejor lo dejamos, creo en vuestra pericia como señor de la guerra y que esa misma virtud corre por las venas de vuestro apuesto y vitaminoso hijo—le intentó convencer el oriental, pero la decisión estaba tomada y el cliente siempre tiene razón.
El muchacho del cabello castaño trigueño volvió con una espada envainada, parecía igual que las demás, sólo que tenía un pomo semicircular de latón cuya parte recta estaba hacia abajo, y de ella salía otro semicírculo más pequeño de rojo cristalino.
Podía ser una joya, o un vidrio decorativo, Torii no lo sabía.
La guarda era la típica que parcialmente estaba remachada y era una media luna poco pronunciada, el arma estaba envainada en madera recubierta de fino cuero teñido de rojo, y los extremos metálicos de la funda eran de bronce dorado y labrado con formas triangulares que se entremezclaban con ondas.
—Vamos, la fiesta es en honor de mi hijo, que pronto será un soldado, y qué mejor regalo de cumpleaños que un combate. Además, el muchacho parece de su edad—.
—Lo es—.
—Te apuesto cinco Solsils, a primera sangre—.
—Hum, siete…—.
—Seis, si pelea primero contra uno de mis guardianes—.
Torii entrecerró los ojos satisfecho por el trato y la suma, y llamó al joven estepario, sin volverse ni a mirarle.
—¡Kerish! Prepárate para un combate—.


Los juegos de Enoda (III)

Aquel país de los márgenes exteriores de Arryas era extraño, pero bello.
No lo había visto demasiado a través de las rejas, pero aun así, Kerish podía respirar su aire misterioso.
Las gentes iban de azul más oscuro o más claro, y solían llevar un disco dorado colgando sobre el pecho que encerraba otros dos labrados en él, el más concéntrico en relieve.
Las mujeres tenían el cabello negro o castaño, con los ojos marrones claros yendo hasta esa mezcla con el verde pardo, e incluso ambarinos. No solía hacer frío, y por ello si no calzaban sandalias de tela y esparto hombres y mujeres, las llevaban de dedos al aire ya fueran de cuero o no, altas o bajas, y livianas botas.
Gustaban del oro más que de la plata, y adoraban a sus dioses en hermosas capillas y les dejaban ofrendas y velas.
Eso sí, los hombres, según había observado el bárbaro, llevaban el pelo corto a la usanza militar, y los mancebos, como les placía, aunque estéticamente lo llevaban semilargo y rizado.
No eran frecuentes las barbas o patillas ni bigotes, pues consideraban dejarse el vello facial largo algo de bárbaros o de gente de muy baja condición.
El muchacho saboreaba un vaso de vino, que acabó vertiendo en un lado de la jaula con suelo de arena en unas dependencias especiales para esclavos, porque lo aguaban y gustaban de él así los de aquel país, alegando que era de bárbaros también beberse el vino sin aguar.
Por supuesto, se sentía discriminado por culpa de esta práctica a causa de unas nenazas que no soportaban unos pocos tragos de una bebida fuerte.
Antes de terminar la tarde, Torii llegó a aquellas mazmorras edificadas en una calle cualquiera y se llevó a sus esclavos, a algunos los hizo entrar en grandes villas en trozos no urbanizados de las tierras que visitaban, seguidos de un guardia o dos.
Luego, fue con los restantes hombres tras un rato repartiendo sus negocios, unos cinco, flanqueados por ocho guardianes que había alquilado en la ciudad al ejército, vestidos con sus túnicas azules de mangas cortas y sus corazas de cuero, llevando lanzas y unos escudos hexagonales alargados.
De madera, tenían el umbo de latón o bronce, no se sabía a ciencia cierta, y el cuero del que estaban recubiertos se había teñido con azul hasta quedar negro, con una luna blanca con los cuernos hacia abajo en lo alto del escudo, y otra a la inversa en la parte baja.
El pulido umbo redondo, bien fuera ya de latón o bronce, simbolizaba el sol que muchos llevaban en sus cinturones, grebas, antebrazales de cuero o colgando del cuello en medallas de todo tamaño.
A la cintura, espadas con el mango remachado a la hoja y de cruceta, recta y no demasiado larga, con la cabeza de un águila de bronce en el pomo.
No eran demasiado largas pero no eran espadas cortas tampoco, y por la estrechez que presentaban aun envainadas, podía apreciarse que si no eran espadas de paseo o auxiliares (como en los reinos centrales) bien quizá sólo fueran de un filo.
Torii detuvo un poco la marcha, y se adelantó hacia otro lugar, hablando con los guardianes privados que protegían otra villa de altos muros blancos, que como si una piel desgarrada fuera, dejaba ver los huesos de ladrillo rojizo que estaban bajo la capa de lo que podría ser cal.
Hizo una seña a sus guardianes alquilados y a los esclavos espadachines, y todos pasaron tras él bajo la adusta mirada de dos hombres de túnicas marrones sobre las que llevaban corazas anatómicas de bronce, y ceñían hachas cortas de hoja fina, y espadas en sus cinturones, además de llevar en las manos una vara de madera con remates de metal en sus extremos cada fornido hombre de cabellos cortos.
No podían creerlo, pero aún en el campo a cosa de dos kilómetros de la urbe, se podía vivir en palacios.
Por dentro, esta villa era uno, alguna fuente por la derecha, zarzales trepando desde el suelo por postes de madera, losas rojas bajo sus pies, pajarillos trinando en jaulas, y mesas para comer dispuestas en dos filas de tres.
La casa en el interior era de sencillo diseño, angular, y con portones.
Tras una valla de madera, un muchacho domando un hermoso corcel blanco de crin cana, y un hombre que admiraba sonriente, con una túnica simple del color de la tierra y con bordados amarillentos, cruzado de brazos.
—Torii, ¡cuánto tiempo!—dijo el hombre, dándose la vuelta.
Su cabello corto aún era castaño pese a casi llegar a los cuarenta años, corto, y su rostro estaba curtido por el sol pero en menor medida que el de un hombre que hubiera pasado toda la vida yendo a playas y lugares anegados por la claridad del astro que adoraban en la ciudad.
—¡General Auntio! ¡Un placer verle! ¿Ése es su hijo Raquio?—dijo el señor de gladiadores.
—Sí, está enseñando al caballo. Ya ha cumplido 18, y pronto seguirá mis pasos—.
—Vuestra mujer debe estar muy orgullosa, no tanto como vos, supongo—.
—Lo está. Lo está, amigo. Ambos ardemos de orgullo—asintió el hombre.
Una niña pequeña entró en escena, aunque sólo era pequeña a los ojos de su padre, pues ya contaba con quince hermosos años, y era esbelta pero no demasiado, llevaba una corta túnica blanca que dejaba ver sus bien torneadas piernas, como las de su madre, que por contra llevaba una túnica larga y negra de tirantes con escote cruzado a la espalda, y el cabello en rizos recogido en alto por cintas doradas.
La hija lucía el mismo peinado, y el muchacho que tenía el cabello algo más claro que su madre y su hermana se subió al caballo, a pelo.
—¡Papá, mira! ¡Helpa me ha dejado montarlo al fin!—.
El muchacho de la sencilla túnica beige rió y su padre aplaudió con entusiasmo.
—¡Bravo, hijo! Tori, mi señora Aetia, ya la conoces—dijo Auntio, cuya cintura ceñía un lazo de cuero.
—¿Ésta no es la pequeña Ispasia?—dijo Torii, asombrado.
La muchacha en breve sería una mujer.
—Sí, ya estamos buscándole marido—.
—Pero a la pobre no le convence ninguno—rió su madre, y su padre se carcajeó, mientras a la joven le crecía un rubor en el rostro y miraba hacia otra parte.
En ese momento, el general pasó la mano izquierda tras los hombros del Ilonio y ultimaron asuntos al hallarse caminando seguidos de los guardias y los gladiadores, y así estaban charlando, la hija hizo una pregunta a su madre.
—¿Quiénes son ésos extraños, mamá?—.
—Igual no te acuerdas, pero a tu padre le gustaba contratar a luchadores que combatían para él, bien hasta la muerte o no. Eras muy pequeña para acordarte, y siempre mandábamos a la criada que te llevara a otro lado—.
—¿Por qué?—preguntó Ispasia, intrigada. Su madre le dedicó una sonrisa encantadora y entrecerró los ojos, con sus finas cejas dibujando un afilado arco.
—La sangre en las espadas es para los hombres—.


Los juegos de Enoda (II)

La bestia, el Taourion, avanzaba lento hacia el bárbaro y con los peludos brazos girando el hacha, que debería de medir poco más de 6 pies, y lanzó un tajo hacia la cabeza de Kerish.
Éste aún pudo rodar por el suelo hacia la izquierda de su bestial contrincante, para lanzarle un tajo a la inversa rodilla del ser.
La sangre brotó tan rápido como un bufido animal.
Así mismo, el joven salvaje se puso de pie y se alejó de una coz de dolor del monstruo, cuyas mandíbulas cuadradas se separaban con un grito de guerra.
El hacha dibujaba un afilado arco hacia el brazo izquierdo del bárbaro, y éste, a tiempo, antepuso las dos hojas de cuchilla que portaba para defenderse del golpe. Su enemigo era lento, pero tres veces más fuerte.
Y así, a duras penas, se libraba de un empellón con el plano del hacha en el pecho, cubriéndose con los antebrazales-espada.
Cuando el filo del hacha del Taourion le hizo un burdo tajo en un costado, no clavándose del todo porque Kerish antepuso la hoja derecha al corte, el bárbaro le pateaba al monstruo la pierna herida desde el suelo, deshaciéndose de la hoja del hacha.
El joven se alzó dolorido por el escozor de la herida, y saltó hacia el cuello del mutante, subiéndose con los pies en una de sus robustas patas en una única oportunidad, y le clavó sendos instrumentos de muerte en las costillas, ascendiendo con los brazos para destriparlo.
La criatura de más de dos metros de altura cayó con él.
Tras la polvareda en la arena, el humano se separó de la bestia, ésta con estertores, y se inclinó sobre ella, quitándose las cuchillas de sus antebrazos.
A continuación tomó su pesada hacha, que alzó con un brazo ante los miles de espectadores, al mismo que todos gritaban por más brutalidad.
Dejó caer el arma, y le cortó la cabeza al Taourion.
Luego de eso, las masas aún querían más, así que levantó el arma con la cabeza del mutante empalada en la punta que tenía entre ambas hojas, haciendo una pose con una pierna estirada y la otra flexionada, hinchando su sudoroso y blanco torso, con la herida y las rojeces de los golpes, el largo cabello rojo al sol manchado de sangre.
Los hombres gritaron jubilosamente, y las mujeres alabaron su poderío, aunque la función no saliera tal como parecía prevista.
En aquel sitio, al que llamaban Enoda, de clima templado y agradables aires, se sentía extraño.
Tan extraño como representar juegos sobre dioses que a los Enedas ni les iban ni venían, pero por lo visto era una cultura que absorbía las ideas y mitos de otras, y consideraban bueno todo aquello que pudieran saber sobre política, religiones o costumbres de otras naciones.
A Kerish simplemente le parecía que por un lado estaban ansiosos de conocimiento y que por otro, no tenían personalidad como nación o raza; sólo un deseo de expansión.
La leyenda decía que el dramático desenlace entre el dios Murag, que adoptó forma de hombre-toro para luchar, fue que Tumnkai murió por el hacha de su enemigo, y que éste cayó de su morada en el segundo infierno hacia las angostas profundidades de la oscuridad por la fuerza de los dioses, entre los que se contaba Tangri, el cielo eterno, del que Tumnkai descendía.
Murag dio inicio a su brutal progenie mutante que fueron escalando las simas demoníacas hasta poblar una parte del mundo, y fueron a ser a día de hoy una especie casi extinta.
Obviamente, el final escrito por Kerish fue aclamado por la plebe y el emperador de aquél otro reino civilizado de levante que no conoció demasiado.
Pasando bajo las rejas hacia la sala, donde pocos gladiadores vivos llegaban para reunirse con sus semejantes y sus maestros, Torii asintió al bárbaro, y éste le devolvió una mirada sombría.
No hacía falta que él hablara, pues el lanista podía leerlo en sus ojos.
“Sí. Incluso en la muerte hay libertad y honor. El honor de vivir como un guerrero, y la libertad de afrontar así mi destino, de hacer de él lo que quiera. Este es mi verdadero poder… y cuanto más mato, más poderoso me hago”.


Los juegos de Enoda

Un trapo de fibras vegetales reposaba en el suelo, mecido por un suave viento, teñido de purpúrea sangre. Una esquina se levantaba, bajaba luego y como si debajo se escondiera un ratón, el aire hacía bulto y salía de nuevo. A un par de pasos, se encontraba quien lo había desechado, firme y estático como una sombra de hierro al sol. Habiendo limpiado su arma en el paño poco antes, los ojos de este solitario jinete contemplaron el cuerpo atravesado del asesino de su esposa, un hombre de armas de Jerjegune que yacía a sus pies sacrificado por el honor. Le había tomado algo de tiempo encontrarlo pero lo consiguió. En lo alto de una colina en la estepa, Bortochoou sostenía una lanza de hoja parecida a una corta espada curva y se había vestido para batallar. Tras él, un torcido árbol desafiaba al viento.
Existía además al frente un montículo hacia el que, observándolo bien, uno podía hallar una puerta que conducía a sus entrañas. Los Ilonios tenían la costumbre de usar este tipo de formaciones horadadas a propósito y construir en lo alto un depósito para sus difuntos, los cuales los cuervos y otros seres se encargaban de enviar al cielo y la tierra librando el alma de la carne y los huesos. Lo que quedaba, se enterraba luego debajo en un nicho, en alguna cámara, y se inscribía en una tablilla el nombre del fallecido.
La esposa del guerrero reposaba ahí. Asesinada por un Aolita, fue vengada y el corazón del responsable reposaba en un cuenco como ofrenda. Armado con su cota de algodón prensado y placas de metal en el pecho y hueso y madera en los hombros, brazos y paneles para los costados y piernas, Bortochoou aferró el astil concentrado como había estado todo este rato en una sola cosa. Así salió de su meditación frente a la tumba, su corcel, un hermoso alazán dorado llamado Cicatriz de Garra se acercó. Su señor le palmeó la cabezota y luego le acarició el belfo. Aún más, lo abrazó como un niño, derramando sus lágrimas por el pesar que aún le aquejaba, y el casco de cuero forrado por una ancha banda de pieles que lo circundaba confundió su penacho de crines con las del animal.
¿En qué terminaría todo esto? ¿Iba a ser suficiente para alcanzar el elevado propósito tanto sacrificio? Buscaba allí la respuesta después de enterrar a su esposa, sobre si debía retirar su apoyo a su mejor amigo, su aliado, su hermano, partiendo a masacrar Aolitas y convertirlos en despojos humanos y comida para las alimañas.
Escuchó un relámpago pero no había tormenta.
Todos temían la ira de los cielos, y se postró ante el sonido que llegó a sus oídos como una maldición divina aunque en realidad distaba de esto último. Al levantar la vista, creyó ver a dos personas de perfil entre el vapor repentino que salió de alguna parte, no sabía de dónde ni entendía por qué pero así sucedía. ¿Quiénes eran? Se fijó un poco más caminando pausadamente, lanza en mano, hacia estas figuras, y supo de quién se trataba aunque ello le costó el mayor de los sobresaltos. Una mujer hermosa que le devolvió la mirada, triste pero serena, y no podía tratarse de otra. La hermana de Qublei vestida de rojo. Sin duda que lo era… la princesa de la tribu, la joya más resplandeciente de toda Ilonia.
Soryatani sujetando el cabello del esclavo, de Kerish. El gladiador al que muchos atribuían tener viviendo un lobo bajo la carne. Sabía que tenía un hermano del que decían lo mismo sólo que no sabía cuál de los dos tenía la sombra más espesa. Hablando de eso, también le pareció como si se desvaneciera junto al montículo una de las esposas del Khan, Tuoya, sosteniendo los brazos de aquél otro, de doradas espadas, y de su sonrisa brotaban gotas de sangre. Piedra rota, un dragón emergiendo entre las nubes, sables chocando. Un aro verde. Esas nieblas ilusorias y aquellos personajes se apartaron cuando, en lo alto del túmulo, en la azotea, Bortochoou se encontraba de pronto mirando fijamente un lobo de pelaje claro que permanecía sentado e inmutable como una talla que siempre hubiera estado ahí.
Después, el animal se dio la vuelta y bajó de un salto por la parte trasera y el Ilonio le siguió, pero no volvió a verlo. En su lugar, una caravana partía abandonando las tierras y más lejos, observando la extensa estepa que dominaban los halcones, acertó a ver el despejado cielo del medio día en dirección hacia los Xin. En última instancia le pareció escuchar a su esposa a su lado, un susurro en el viento nada más, pero que resultaba tan claro como cuando ella vivía. Supo que el Tangri le había hablado a través de ella y que se había presentado para mostrarle el camino correcto.
Así las cosas, el rastreador, el fiel entre los fieles a Qublei no dudó nunca más. El hermano de sangre del señor que había unificado las tierras, tras repeler un golpe contra su persona, supo la realidad de los hechos. La furia entre dos tribus no podía socavar ahora el emergente poder de la nación Ilonia así como el viento no podía detener los caballos. Con el arco bien guardado, el astil aferrado con su férrea mano, dio gracias al Lobo Celeste por esta revelación y por presentarse ante él para mostrarle la verdad y la luz. Bortochoou sonreía con el corazón henchido una vez más y se supo bendecido. Luego, guardando las visiones porque era algo chamán, se dijo que el mundo y su grandeza le aguardaban y que el futuro le encontraría muy pronto. No pensaba más, no se quedaría por más tiempo allí contemplando el camino cuando podía recorrerlo. Así que lo hizo.
Subió a lomos de Cicatriz de un salto y dejó atrás aquel lugar cabalgando hacia el final de todo lo que había empezado.
Debía prepararse para la guerra.

 

 

 

Y mientras tanto, el camino de otro transcurre…

Las verjas de hierro se cerraron a su espalda, y se abrieron otras tantas llenas de hombres sin armas. Sólo una estatua en el centro de la plaza, de piedra gris, con algo metálico en las manos era el desafío. El terrible sonido de los cuernos y alguna especie de gaita formaban el coro de fondo para el brutal espectáculo.
Kerish corrió hacia la estatua, como el resto, y se enzarzaron todos en una pelea sin cuartel.
Unas terribles manos forzudas se apretaron en torno a su cuello, y el bárbaro, dando con los huesos en la arena, rugió sacando fuerzas del dolor, y dio dos fuertes palmadas en los lados de la cabeza del calvo fortachón. Éste cesó en la estrangulación, conmocionado, y el joven gladiador le estrelló la rodilla contra la frente, y el codo en la zona alta del cráneo. El crujido fue alabado con aplausos, y más cuando las manos del joven partieron el cuello del gladiador.
El salvaje estepario alzó ambos puños al cielo, y se creció con la tensión, arrojándose contra el tumulto con una rodilla por delante. Lo siguiente fue un remolino que se dio entre todos los guerreros, deteniéndose los puños, contrarrestando con sus codos, y dándose patadas en la cabeza. Kerish recibió un puñetazo en pleno vientre que le hizo arquearse, pero el bárbaro juntó los puños y se giró terriblemente con ellos como si emplease una maza. Tras dos caras golpeadas brutalmente, se abría paso hasta la estatua a empellones, y siendo uno de los guerreros menos voluminosos, aunque fuerte, Kerish llegó a los pies de la talla, escalándola como un ágil mono. Se subió en los brazos de la diosa, y se dejó caer sobre ellos con un salto, golpeándoselos con los puños.
Al llegar al suelo, aún tenía unos segundos… y recogió el Premio: unas cuchillas de hojas brillantes y afiladas que se ajustaban a sus brazales, sujetas por un mango además a sus manos. Se arrojó sobre sus contrincantes desarmados, apartando de una patada lateral con la pierna izquierda en la boca a un fornido negro, mientras que, deteniendo con el antebrazo izquierdo una patada a su cabeza, sesgó la pierna de otro con la parada.
Saltó al cuello de uno de los gladiadores que tenía en frente, de cabello rubio, recibiendo un raudo puñetazo en la boca, el cual le aturdió y desestabilizó por unos instantes dudosos pero, por fortuna, fue rápido en recuperarse ya acostumbrado a oponentes fuertes y al dolor.
Cuando cayó al suelo, se levantó apoyando las manos en la arena e impulsó sus piernas y torso hacia delante, y después, los pequeños garfios para atrapar armas que tenían las hojas de los brazaletes-cuchillas se clavaron en los musculosos trapecios del nórdico de melena dorada, apretándolos para salir de la carne y darse un festín con la sangre que brotaba en dos chorros finos y largos. Kerish se giró nuevamente, como un tornado, desparramando por los suelos los intestinos, brazos y piernas de sus adversarios, hasta que todo el centro de la arena se tiñó de rojo por la vital esencia que había corrido a raudales.
Contemplaba el surco de muerte a su alrededor, con el corazón golpeando en su pecho con la persistencia de un terrible tambor, y alzó los brazos manchados de carmesí tanto como las cuchillas que portaba. Las gentes le jalearon buenamente por victorioso, y tras él se abrió otra verja. El joven bárbaro lo advirtió, y le horripilaba lo que salía por ella…
La gente guardó silencio, ante lo que un hombre vestido con una túnica amarillenta y sedosa, alzó la voz.
—Y he aquí, la historia del joven Tumnkai, que de los brazos de la diosa de la muerte, recibió la fuerza del Dragón en forma de hojas asesinas. El triste final, como todos sabéis… ¡es que se enfrentó a nuestro dios, Murag el Carnicero!—.
El Dragón era un nombre falso, pues la religión de aquellos tiempos ya no consideraba como tal el culto al antiguo dios del mal. Se le llamaba Dragón (obviamente por su condición de reptil) en los países del centro y en algunos del sur, pero seguía siendo la Serpiente en el norte y en algunas tierras de los desiertos. De la verja, salía por completo el enorme cuerpo de una especie de pseudotaurino con cuerpo humano. La cabeza, de hombre, tenía unos cuernos de toro en lo alto. El enorme hacha que llevaba aún tenía restos del combatiente anterior, y el torso, aunque humano, de muslos hacia abajo eran de toro negro. Kerish cruzó las cuchillas, y las hizo rechinar entre sí, pasando una hoja sobre otra en una mueca veloz y desafiante. La gente aclamó el gesto, y el alzar el hacha del mutante.
—Vamos a ver qué dios es éste—susurró Kerish entre dientes, preparándose nuevamente para el combate.