Una historia de oscura y sangrienta fantasía épica

Cap. 07 – Gladiador.

Vivir por matar (VI)

Se inquietó en el banco, temiendo ser el siguiente. Pero no lo fue.
Le tocaba a un musculoso hombre moreno de cabellos castaños y cortos, nariz chata de púgil profesional y descuidado, y que podía ir tan bien acorazado con la armadura de gladiador como iba el hoplómaco.
Éste representaba a un monstruo llamado Minnogorth, que derrotó a los campeones elegidos por una deidad dragonil antigua y olvidada.
El que salía a su encuentro, con una red y un tridente, simbolizaba la encarnación de otro dios que luchó contra otra bestia mitológica y la había desterrado al caos del cosmos.
Kerish miró la espada corta que había al lado y Torii no dejaba de observarle, sabiendo que más que la vez anterior en Chagör, esto sería realmente su bautismo de fuego.
—Tal vez pensaste escapar, muchacho. Podrías hacerlo, y te cazarían y matarían como a un perro. Pero eso que tienes al lado, ese pedazo de metal con un mango para asirlo y dar muerte es tu única oportunidad de ser libre—.
El tronar de aplausos y gritos clamando por sangre se hizo ensordecedor un instante. El muchacho temblaba un poco, pero no era de los que se meaban encima.
—¿Qué os parece? ¡El crío tiene cojones!—aplaudió el lanista, que entonces le dirigió el que sería el primer y último discurso: —Vivir por matar. Eso debe ser tu consigna. No puedes tener un arma en las manos y salir a morir por las buenas, ¿de acuerdo? Eres un gladiador, y como tal, debes complacer a las masas con cada combate como si fuera el último de tu existencia. En tu mano, la espada; en tu corazón, el coraje. Sal ahí y demuestra lo que vales—.
El muchacho del nombre brindado por la multitud endureció los suaves muslos y las quijadas así tanto como los antebrazos… en su interior, ardía la furia de un niño nacido para ser un guerrero y había crecido demasiado rápido en poco tiempo.
La sangre de sus ancestros se revelaría entonces, y también la dignidad de su bravo e indómito linaje.
Torii le habló nuevamente, quizá como el joven no sabría jamás que el bárbaro oriental habría mirado al que hubiera podido ser su hijo, conversando casi con complicidad.
—La última lección antes de que pises la arena: la multitud no sólo aclama a los fuertes, sino también a quien sabe ganarse sus favores, y para ello, deberás ser brutal y ofrecerles un espectáculo vistoso. Si tienes la ocasión, usa algún veneno y estudia al enemigo. Dirígete al público tras cada muerte haciéndola espectacular. Y sobre todo hazlos sangrar, la multitud enloquece. Escúchalos, piden sangre; la tuya o la de cualquiera que tenga el valor de salir ahí y enfrentarse con la muerte. Enséñales que un miserable montón de carne con armadura no es más poderoso que el deseo de tu corazón… y serás libre. ¡Algún día!—.
Kerish apretó un puño, chocando la parte inferior de este contra la palma de la mano derecha.
“Así que ahora, me enfrento a un destino inevitable. ¡Pero en la muerte hay libertad y honor!”.
Alzó la mirada, oscura como la noche, entre el cabello rojizo al sol. Las rejas se estaban alzando para él y le abrían un mundo cruel donde era bienvenido por la muerte.
El joven extranjero estiró la mano hacia la derecha, y empuñó la espada, viendo cómo la imagen de su rostro se distorsionaba sobre el nervio central de la hoja y los lustrosos filos. No llevaba más que una falda marrón y unas grebas de bronce.
La placa de cuero que tapaba su pecho apenas y que seguía con un brazal hasta el dorso de su diestra no era armadura para enfrentarse a aquél terrible gigante.
Empero se levantó, y unos esclavos dispusieron de cubrirle con una armadura de escamas blancas hechas de tela y un casco que imitaba la testa de un dragón.
Le pusieron  pegadas a los muslos unas espadas cortas de hojas de filo ondulante que silbaban al blandirlas. Ya no era un niño en la pubertad.
Era un gladiador, alguien que luchaba por su vida y que servía de diversión a los que pagaban por verlo, un espadachín por cuya muerte pagaba y decidía el público.
Las rejas se abrieron, la dorada luz inundó la cámara una vez más…
Y cuando el mundo aún no conocía su nombre, empezaría a recordarlo cuando, tras resistir varios ataques terribles del guerrero del hacha y esquivarlos como una serpiente, se aproximó tanto a él que le clavó la espada en la ingle izquierda bajo la armadura y le destriparía con un brutal tirón hacia el bronceado abdomen.
El del hacha cayó, derrotado, destrozado, pero eso no le impidió mover uno de sus musculosos brazos hacia su arma en un último intento.
La espada de filos rectos se le incrustó en la muñeca al desclavarse y le fijó la mano izquierda al suelo arenoso con un terrible dolor y un sifoncillo de sangre, acompañado de aplausos y aullidos.
Entonces, los aceros de hoja serpentina gritaron su nombre antes de cruzarlos como si fueran una tijera frente al cuello del rival vencido.
El joven gladiador alzó el rostro y miró a la personalidad del palco, un hombre de vestiduras argénteas con el largo cabello negro rizado como su barba, que mostrando el pulgar de la mano derecha, giró la muñeca e hizo por señalar con el dedo hacia arriba, deslizándolo de un lado a otro de su garganta.
Era una señal inequívoca.
Con un gruñido y los músculos cargados por la tensión, aún tuvo rapidez y arte al arrancar la cabeza del hoplómaco de entre sus hombros, clavando después en esto las espadas sinuosas entre las clavículas del vencido, desparramando por el aire sendos surtidores escarlata.
Las masas enloquecieron por los rojos brotes de sangre, por la cabeza sobre la que el bárbaro apoyaba el pie izquierdo, triunfante, alzando un puño hacia los cielos, vencedor del duelo.
Luego de eso, recogió la espada corta de hoja recta, y vio en ella su destino…
La sangre que la manchaba.


Vivir por matar (V)

Saliendo de sus pensamientos y volviendo al presente, echó un ojo a la panoplia de armas en la pared del modesto coliseo.
Vio una de las herramientas que utilizaba comúnmente.
Una de las armas favoritas del muchacho era el mangual a dos manos. Los había de muchas formas, pero prefería la bola sin clavos en la esfera,  incluso aquel que estaba formado por dos varas, una mucho más larga que la otra.
Eran armas que intensificaban el poder de su fuerza bruta.
Pero los ojos del tratante de gladiadores se encendían de admiración cuando, por las noches, su joven alumno estudiaba la lengua común, la Ilonia, y practicaba con un pesado sable para ser usado a dos manos debido a la largura de su hoja y el peso total.
Nunca había sido usado por Kerish en los combates de la arena.
Y el hombre que le aleccionaba junto a más gladiadores supo por qué no le puso nunca dicha arma en las manos en un solo espectáculo, de los muchos en que había participado: el juego se acabaría demasiado rápido.
Era un arma con la que el muchacho de pelo cobrizo aprovechaba al cien por cien su potencial de combate, un arma que daba sentido a sus movimientos y al empleo de su fuerza.
Torii, su maestro y amo, le observaba de nuevo practicar tras los juegos, calculando su potencial, admirando la forma autodidacta y mezcla de varias y a la vez ninguna técnica de esgrima que podía salir de la mente del joven.
Se preguntó, como varias veces recientemente, qué nombre tenía el chico. Si había una madre preocupada esperándole. Si había dejado atrás amigos, y un hogar.
Pero su casa era la arena ahora.
Y en la arena, donde no tenía nombre, nació como Kerish, ya que al principio manejó dos guanteletes-espada, cuyas hojas hacía sonar al deslizarlas una sobre otra, como hizo tiempo después con dos espadas gemelas y de hoja serpentina.
Fue cuando el Cymyr llevaba puesto en su primera aparición en el mundo civilizado unas escamas grandes y semejantes a las de una serpiente blanca a modo de armadura.
De ese modo, aludía a un ser mitológico que compartía de casualidad su nombre, aquella sierpe blanca que simbolizaba en una antigua y muerta… ¿religión?, el poder de los hombres. Kerish-Kaana, el dragón blanco del cielo, un relámpago, hijo del Trueno. Y esas espadas en sus manos eran como colmillos y garras en un dragón.
El muchacho detuvo su entrenamiento, que nunca terminaba, y su concentración. Torii se escondió, y vio que el bárbaro se sentaba ya dentro de la sala de armas, en un burdo banco de madera. De una panoplia al lado, tomó una espada corta de hoja ancha, mirándola desde el puño hasta el final de la hoja.
Le pareció verse aún apoyado con un antebrazo en un rastrillo de barrotes planos, observando cómo un hoplómaco (un guerrero acorazado y con una terrible hacha a dos manos) cortaba la cabeza y parte del hombro izquierdo a una mujer de cabellos castaños y ojos azules de un solo tajo con su terrible arma empapada por la sangre.
La mujer no debía tener más de veinte primaveras, e incluso en el suelo, una rota sombra de lo que fue, su esbelto cuerpo apenas cubierto por una faldilla corta marrón y los senos protegidos por un sostén de hierro resultaba hermoso.
Volvió a sentarse. Había tenido tres meses para observar y entrenarse, aleccionado por algunos maestros crueles que en su día fueron esclavos como él. No se resignaba a la esclavitud, pero su inteligencia le hizo tragarse su indomable orgullo y aprender todo lo útil hasta llegado el momento. Y el momento había llegado hasta aquellas verjas de hierro, a través de las cuales el espectáculo transcurría en la dorada arena de un país de los límites de Arryas que el nómada nunca había conocido.
Ni tan sólo había podido admirar sus calles, los edificios, ni la gente.
A su lado, un hombre con el musculoso torso cubierto por una armadura de cuero.
Kerish le miró de reojo y el otro se levantó; el oriental se quedó con las anchas espaldas llenas de cicatrices ante sus ojos. Luego, se abrieron las verjas de hierro. Y no se le volvió a ver más cuando bajaron con un golpe sordo.
Se oyeron los rugidos el público en aquella tierra exótica, bella y misteriosa, que glorificaba a los mortales, casi comparándolos con los dioses.
Siempre que el clamor crecía como la poderosa voz del trueno, había muerto alguien. Así terminó la vida del oriental musculoso.


Vivir por matar (IV)

Cuando el chico despertó de su aturdimiento, vio que el otro estaba pegado a su cuerpo, restregándose contra su virilidad con su rama masculina, mientras le lamía un hombro a su forzoso amante.
Le había arrancado también el taparrabo.
“Te gusta, ¿verdad, cariño?”, le dijo el otro mientras sujetaba morbosamente las presas muñecas de Kerish. Esa forma de hablar, ese acento afeminado, le hacían sentir náuseas.
El atleta olía de una manera extraña, y le desagradaba. El joven bárbaro intentó revolverse inútilmente, rugiendo y dando un grito, mientras el otro golpeaba su sexo tieso contra el del chico, y se reía, divirtiéndose con su depravación, con muchos pares y pares de ojos contemplando con  expectación a través de las rejas, en el calabozo.
“¡No me toques, hijo de puta!”, gritó Kerish en la lengua común, que había empezado a aprender mejor. Fueron sus primeras palabras desde que estaba allí.
El sureño de ojos claros, casi ambarinos, rió frotándose con una mano su corto cabello, que de castaño claro parecía rubio a veces…, y deslizó la lengua por una de las mejillas de él, bajando hasta su ombliguito y luego hasta la zona entre sus ingles, admirando la marca de un dragón que le habían tatuado en el lado izquierdo.
Después agarró con fuerza aquél miembro suave cuya cúspide como violácea ocultaba la piel, y se puso a hacer subir y bajar la carne que empezaba a tensarse, más por la irritación y la impotencia que por otra cosa.
Pasó así su hermoso rostro, agachado como estaba, por entre los muslos del muchacho, y le miró a sus ardientes ojos negros (nadie sabía si eran de tal color, pero tampoco hubo algo que les revelara lo contrario).
“No voy a hacer que me la chupes, pero tendrás que portarte como un niño bueno y no te haré daño. Te enseñaré el arte de cómo se satisface a un hombre… es a lo que me refería cuando…”; empezó a decir el instructor, mientras los que veían a través de las rejas se mostraban tan intrigados como asqueados.
Entonces, lamió la extensión del arco de entre las piernas del chico, incluso la bolsa de tacto suave que se emplazaba entre sus ingles, al menos un rato, mientras que el bárbaro no podía más que intentar resistirse y patalear.
Luego de eso, el sureño le cogió de los tobillos, por los que subían las tiras de cuero que sujetaban sus botas toscas a sus piernas, y le hizo levantarlas hacia los lados, separándoselas.
Volvió a juntarse a su piel pálida con su cuerpo delgado y moreno por el sol, y entreabrió unos labios carnosos, al tiempo que cerraba sus ojos, dispuesto a entrar entre las nalgas del crío salvaje. Un potrillo sin domar que él montaría a placer desde ahora.
Cuando Kerish notó que la cintura de él se echaba hacia atrás para luego arremeter contra su cuerpo, hizo uso de la presa que el otro le mantenía alzándole el cuerpo para levantar el torso y el trasero por encima de la verga del instructor, quedando con las nalgas y el miembro a la altura de la barbilla del que quería violarle, y cerró los fuertes muslos alrededor del cuello de aquél amante de los hombres.
Apretó con fuerza las rodillas mientras que el instructor y atleta del sur no le había soltado aún los tobillos, pero Kerish se había conseguido impulsar además a costa de sus muñecas, sujetas a la cruz de madera por los anchos grilletes, y luego siguió apretando más y más, con una sonrisa salvaje.
La de una fiera.
El otro luchó para quitárselo de encima, pero el esbelto cuello empezó a ceder, su faz atractiva se contrajo en una mueca de asfixia, el rostro enrojecía, se amorataba lo mismo que Kerish enrojecía por sus piernas.
Ejerció una presión bestial que acabó por matar al sureño, y no contento con eso, el muchacho giró la cintura violentamente con el cuello del instructor entre sus rodillas, provocando un crujido que a los que estaban admirando en la oscuridad de alrededor les dolió de sólo escucharlo.
El luchador gimnasta no respiraba.
Ya estaba muerto. Acabado, con los ojos vueltos hacia arriba y la lengua saliendo de una manera grotesca por la boca, y el cuerpo se había contorsionado de manera cómica y afeminada.
Pero eso a Kerish no le hizo gracia.
Entonces Torii, el maestro, el señor y entrenador de los gladiadores, entró allí echando abajo la puerta ayudado por sus dos enormes guardaespaldas. En tanto se acercaron a liberarle, el bárbaro rugió como un perro rabioso, hasta que el maestro pudo calmarle, convenciéndole de que no le harían daño.
Lo mismo había dicho el que estaba muerto en el suelo.
Una vez le soltaron, Kerish se aproximó al violador y le meó en el rostro y en la boca, y luego se fue, recomponiéndose las ropas con dignidad, sin saber cuál fue la reacción de Torii al ver el cadáver.
Desde ese día, no volvió a permitir que nadie se le acercara. Como mucho, Torii, o su “compañera”. Este recuerdo le hizo añorar más aún su tierra a la reciente adquisición, donde nunca pasaría esto, donde aún había honor.
Su tierra… su honor.
La memoria le dejaba constantemente presente que tenía que sobrevivir a aquello para volver algún día a su patria, aunque puede que no la volviera a pisar. Pero él se había convertido en un guerrero gladiador, luchaba con el gladio y mataba, y no iba a dejarse caer ahora.


Vivir por matar (III)

A su espalda, las puertas que daban acceso a la arena se cerraban.
Habían caído muchos guerreros valientes hoy, pero su muerte no pesaba al bárbaro que se quitaba la careta metálica. Le conocían como “Kerish”. Era un sobrenombre con historia.
Le enseñaron a luchar años antes sin armas, tan sólo con unas espuelas para los empeines y unas nudilleras.
Luego pasaron a enseñarle técnicas de combate con arma y escudo. Dos armas. Armas romas. Cadenas… Estos cuatro años habían sido para él puro aprendizaje de combate.
Llegó a recordar que tuvo un nombre. Que tenía una familia que le esperaba. Pero el dinero que arrojaban a sus pies, los pellejos llenos de alcohólica leche, la aclamación de la gente que admiraba su forma de matar.
Sí, todo eso borraba sus recuerdos, sólo vivía para luchar y morir otro día.
Hace años fue capturado de una manera que no recuerda, y se encontró encadenado, con un pico y un martillo cerca de sus manos, en un campamento de esclavos.
Sus comienzos allí no fueron muy buenos, no se consideraba esclavo de ningún hombre o mujer, ni era sumiso.
Trajo por la calle de la amargura al esclavista, que alguna vez lo mandaba azotar con miedo, pues sabía que tener atrapado a un Cymyr, es como tener atrapada a tu muerte.
Pasó un mes o dos (no recordaba cuánto) picando piedras, y a golpes con los capataces. Hasta el día en que mató a uno, machacándole el cráneo con ambas manos, como si juntas hicieran el efecto de una terrible piedra.
El esclavista no pudo hacer otra cosa que venderlo a un tratante de gladiadores precipitadamente.
El muchacho estaría mejor (lejos) ahí y le matarían tarde o temprano, se libraría de él. Se libraría de la muerte, mandándolo a la misma y cobrando una buena suma en exótico jade verde.
El tratante de gladiadores era un hombre razonable, que le expuso la situación al joven bárbaro. No le hacía mucha gracia.
Pero, cuando le comentó al muchacho de piel pálida que los beneficios superarían a las desventajas, a la promesa de gloria por cada enemigo muerto a sus pies, Kerish se esforzó al límite para no caer ante nadie y aprender las artes de matar.
Las acrobacias eran algo que no dominaba.
No es que Kerish fuese un tipo vago y no se entrenase atléticamente, pero ya tenía bastante con luchar por su vida cuando se le antojaba a la gente, para encima convertirse en un gimnasta para placer de la multitud.
Además, estaba aquél sureño asqueroso, un tipo alto y enjuto, mostrando siempre que tenía ocasión sus lujuriosos abdominales. Una vez, cuando Kerish vino con casi trece años a parar al coso Ilonio, el sureño de piel bronceada había exigido entrenarle él en persona.
El resto de los instructores no había dicho nada que contrariase la elección del sureño, así que este se llevó al crío a una cámara oscura hablando de enseñarle el arte.
En cuanto estuvieron solos, el otro le golpeó con la espada de madera en medio de la espalda, y luego en la cabeza con un puño, dejando al niño aturdido.
Acto seguido, el maestro sureño, con su cuerpo de atleta ágil y fibrado, levantó al muchacho y lo engrilletó por las muñecas a una enorme X de madera y hierro. Luego le arrancó la túnica de un tirón y descubrió su pecho blanco, aún no tan desarrollado pero ya amplio, y le pasó la lengua por uno de sus pequeños y duros pezoncillos, para luego ir por el otro, con una lujuria más que impropia.
Se desnudó y luego admiró el cuerpo de hombrecito del muchacho bárbaro. Iba a ser su nuevo juguete.


Vivir por matar (II)

—¡Ke-Rish, Ke-Rish!—vitoreaban los guerreros y mercaderes Ilonios así como los de otras naciones allí presentes, que a parte de monedas, incluso echaban pellejos de airak al campeón de los brutales juegos.
Éste, brindándoles la victoria, emitió un gutural aullido que más bien parecía un desgarrador rugido, una manera bestial de celebrar el triunfo, de llamar la atención a los primales y violentos dioses guerreros.
El lugar estaba lleno de muertos. Sólo había un tipo en pie.
Y era el de la máscara de lobo, con esa mezcla de hacha, lanza y guadaña.
Qublei Khan rió de nuevo cuando Bortochoou, su segundo al mando y amigo de confianza, le tendía un pergamino.
El joven Khan, de la misma edad que su mejor amigo, leyó el idioma, que distante de serlo, era un dialecto escrito tal cual sonaba, traducido del Xin y que sonaba parecido.
Se levantó, y le siguieron su hombre de confianza, luego un arquero de blanco cabello, con un arco largo y rojo a su espalda que vestía armadura ligera Ilonia de color semejante, y tres muchachos jóvenes con el pelo corto y castaño, todos con unas espadas muy curvas y esbeltas, escoltando a sus siete esposas.
Los guardianes de sus mujeres no eran Ilonios, pero le habían prestado su lealtad como embajadores de otro país, no tan lejano, al norte de Xihuan. Irónicamente, compartían su sangre.
El Khan, con el pelo largo por detrás y corto por delante, tenía el flequillo en corte recto, a un dedo de las cejas.
Los tres muchachos de negro con el pelo corto, eran sus hermanos, aunque no hijos de su padre. Su hombre de confianza, con quien hizo pacto de sangre, era el único del que podía llamarse hermano.
Los tres Ilonios como él, eran hijos de un general, que se los llevó a todos y cada uno a vivir al país del norte del que apenas sabían nada, a estudiar la guerra, la poesía y los idiomas, para que a la hora de que los Ilonios eligieran un Khan que fuera vasallo de Xihuan, éste elegido fuera hombre de cultura y batalla.
El arquero era un viejo recluta de ropajes blancos. Un soldado fiel y sincero. Y el mejor arquero de toda la nación Ilonia.
Él sabía la historia del segundo padre del joven Khan:
Cuando su padre verdadero murió en un combate con un hermanastro en una disputa por unas tierras fértiles y una manada de caballos, el hermano de pacto de sangre de su padre, un general respetado, se encargó del joven mientras aún no podía mandar en el aíl, e hizo tres hijos a la madre del muchacho.
Con lo anterior ya presente, se dio cuenta el viejo arquero de que con todo, la única familia verdadera que siempre había estado al lado del joven Khan eran Bortochoou y su hermana. La joven de blanco y rojo que dirigía su tímida y hermosa mirada, confusa bajo las largas y hermosas pestañas, hacia la arena.
La única chica de la familia, la más mimada y la más sobreprotegida.
Fue el anciano quien miró al joven gladiador al notar que la muchacha lo hacía, sintiendo curiosidad por aquél de la máscara de metal.
Este último entraba por un portalón y era flanqueado por varios hombres, y unos esclavos fueron puestos por el maestro gladiador a recoger los regalos e irse por una puerta, tras la cual se cerraba el consabido rastrillo.
El arquero se quedó perplejo.
¿No era también un esclavo aquél muchacho que debía pasar bajo el rastrillo? ¿Por qué salía como un hombre libre por el portalón?
Los trabajadores del pequeño coliseo, encargándose de los muertos, los despojaban de armas y armaduras.
El arquero no era un tipo rudo, pero respetaba el combate, y si el combate en la arena era tan brutal, no debía de preocuparse de que en los campos de batalla no hubieran gladiadores.
Así estaba mejor todo, además, él era Gemei, el de la flecha.
Su ataque era a distancia, y en el cuerpo a cuerpo no era tan bueno como los guerreros de Qublei, el Khan. Mataba Khanes de otras tribus desde casi dos kilómetros, de pie y a la pata coja sobre la rama de un árbol.
No había hueco de armadura que se le pasase inadvertido. Por eso era el mejor.
Con la espada no era tan bueno aunque sí elegante, pero no podía compararse a un guerrero como el de la trenza rojiza.
La humanidad no paría tales máquinas de guerra, pero sí las creaba.
Y absorber de los países de los “ojos redondos” el hacer y ver estos espectáculos sangrientos repugnaba al viejo soldado.


Vivir por matar

—¡Ja jaaa!—.
La risa, loca y gorgoteante, provenía de una garganta llena de airak, una bebida corriente en las tierras de Ilonia.
Los Ilonios, hombres de ojos rasgados y cabello negro, se estiraban de los lacios bigotes, o se acariciaban sus caras afeitadas y llenas de cicatrices de guerra, apostando los chings (moneda de curso legal de Ilonia) a los luchadores en aquel ruedo mortal que estaban presenciando.
Las monedas de colores, a las cuales pasaban por el diminuto hueco en el centro de cada una un cordel de cuero (las había según su valor por colores dorados, verdes y rojizos, fueran de oro, jade, o de otros materiales), circulaban de un lado a otro, y se ponían en alambres dispuestos para contar las cantidades.
El Khan era el hombre de estridente risa.
A sus 21 años, el Khan era un joven de larga melena oscura, de azul brillo, y entre carcajadas ahogadas en leche que, tras un periodo de fermentación, servía como licor, se deleitaba con el brutal espectáculo.
Apostaba más monedas verdes, riendo y golpeando con el puño los reposabrazos de su tosca silla de madera, cubierta de pieles y con cráneos de enemigos destacados sobre la cabecera de la silla y los brazos. Con el físico esbelto y los ojos de águila humanizada, los otros hombres le respetaban pues aquello era nacer bajo la protección de los cielos según sus mitos.
El pellejo de airak volaba de un lado a otro nuevamente entre los guerreros del Khan, y un recién cortado brazo voló hacia el público, ávido de sangre.
Los asiáticos bárbaros rieron de nuevo, mirando las bajas empalizadas, en la arena, cómo un joven armado con un tridente, intentaba clavar en las costillas de otro su arma. El muchacho que estaba esquivándole, había cortado el brazo a una mujer de pelo negro y ojos rasgados que blandía una lanza de doble hoja, similares ambos filos a los de las cimitarras.
El joven saltaba hacia el del tridente por un lateral, cortándole por la zona occipital del cráneo a su contrincante con un hacha que por el extremo opuesto, era una lanza.
Fue una maniobra rápida, brutal, y que había dejado congelado de miedo ante una muerte tan cercana a su rival un segundo antes.
Con los sesos desparramados por la arena, la gente que se divertía viendo el terrible juego de muerte aplaudía y loaba al vencedor, rindiendo honores al vencido con una canción que el guerrero gladiador que estaba en el centro de la pista no alcanzaba a comprender.
Ello no le importó…
Miró hacia su derecha una última vez.
La mujer en el suelo había muerto segundos antes por el shock, y el triunfante, que tenía la trenzada melena oscura pero rojiza, hizo rotar sus ojos hasta otro gladiador que había matado, alguien que no tuvo oportunidad, y cuya masa cerebral también estaba esparcida por el suelo.
Entre las cientos de miríadas que estaban pendientes de cada balanceo de su exótica hacha-lanza, unos ojos le observaban tras el Khan y sus varias esposas.
Los de una mujer de lisos cabellos azabache cuya belleza la camuflaba una mirada tímida, casi fija en el suelo.
Las pupilas negras del Khan fueron hacia la mujer, hermosa como pocas en sus tierras, y cuyo atavío era una túnica ancha de mangas largas de color blanco.
El reborde rojo en el cuello y mangas tenía estampados de flores, semejantes al enorme loto rojo que ella llevaba en la espalda, bordado ricamente con filigranas de oro y con el rojo brillante de la sangre.
Luego, la sombría mirada tornó al victorioso en la arena, el del cabello rojizo, cuando la luz iluminaba la oscura trenza, que le caía por la espalda.
Su taparrabo era blanco, aunque no como sus toscas botas, de pieles de oso. La cara del joven estaba cubierta por una máscara metálica, que asemejaba al rostro de un lobo.
Los Ilonios se alzaron, arrojando monedas rojas y doradas a sus pies, mientras que la pose triunfal del gladiador les arrancaba un grito comunitario y apasionado una vez más. Eran como niños que disfrutaban con un juguete que jugaba para ellos.
El gladiador clavaba su arma en el suelo, con la hoja del hacha hacia arriba, e inclinó una pierna, dejando la otra estirada, como si estuviese corriendo e imitase exageradamente la estatua de un atleta, de la misma forma que mantenía recto el torso, y dejaba caer un brazo tras su cadera izquierda.
La sangre en su arma brillaba con bermejo fulgor al elevarla hacia el sol de aquella tierra, que siempre se sumergía en las hermosas praderas que sus ojos nunca llegaban a ver.


Gladiador

“¡Atento! ¡Los dioses te miran!
Son duros y despiadados,
Gozan con tu sangre
Y de la de cuantos has matado.
Pero sus rostros desde el cielo
Sonreirán al victorioso.
¡Lucha con bravura y la gloria será tuya!
¡Gánate su favor, guerrero sin legión!
Muerte al señor de los demonios,
Muerte a los señores de los ángeles,
¡Y una muerte gloriosa para mí!
”.

 

-La Canción del Gladiador-.