Una historia de oscura y sangrienta fantasía épica

Cap. 08 – Amores prohibidos.

Amores prohibidos (X)

Que él recordara no había entregado su cuerpo a nadie.
Nunca había estado con una mujer, salvo con Tuoya… pero con ella nunca pasaba nada así. No sentía ese vibrar insano pero bello, esa repentina fragilidad que envolvía su poderío masculino y le impulsaba a imaginar cosas que le gustaban pero no pretendía decir. Demonios, ¡ni siquiera pensaba que fueran a pasar!
La apreciada hermana de Qublei tampoco había estado con un hombre, de ninguna de las maneras, como había estado con Kerish.
Aunque su situación la haya hecho sumisa ante la suerte que le deparasen por la ley, aunque fuera a terminar de esposa con algún jefe guerrero, un fuego rebelde la llamaba a quemar sus ataduras y seguir la verdad de su corazón. Era ese ardor contenido el que hacía que se revelara a quien había elegido en secreto. Ella le había visto crecer estos años, convertirse en un feroz lobo solitario sin nadie a quien amar ni a quien brindarle su masculinidad.
La princesa de la tribu no esperaría a que su hermano la prometiera a otro la próxima vez y decidió con valentía y sin error. Soryatani era también una loba y reclamaba a su compañero tanto como sentía que él la reclamaba en aquella luna tan fría, tan caliente. En esos segundos, el mundo se había detenido para contemplarles y el momento era suyo. La vida se acabaría algún día, y la muchacha no soportaría morir sin haber amado. Sin ser amada. Sin que algo verdadero suceda, sin que nada pueda ser por su elección. Y por supuesto, sin ningún interés.
Él pensó, por primera vez entonces, en lo mismo.
A causa de la conmoción, el gladiador no se dio cuenta al instante de su propia erección al notar la entrepierna desnuda de ella acariciándose contra su muslo izquierdo, deslizándose suavemente. Pero ella sí le notó excitado, y cuando él supo hasta dónde había llegado hubo cientos de razones por las que estar muerto y otras tantas por las que lo demás no importaba nada. Un candado en él estaba quebrándose. La princesa de la tribu se apresuró a quitarse de encima del pálido y duro muslo de Kerish para desnudarlo y tocarle allí, en su parte más sensible. Si él tan sólo pudiera articular una palabra…
Su mente ni tan siquiera funcionaba, sólo un temblor irracional en sus piernas que ascendía hasta su vientre y una respiración acelerada daban paso a una sensación placentera, que no acababa ahí.
Soryatani se precipitó con las piernas a los lados de la cintura fuerte de Kerish, y subió una vez y bajó de nuevo. Ella se sorprendió cuando él gimió como un crío asustado. Los dos se quedaron quietos como si uno u otro hubiese sufrido una herida por error, y hubieran reído de no ser por los nervios. De que eran tan inexpertos y que cada cual pasaba por encima la falta de experiencia de su par, pues como quedaba claro Soryatani no había estado nunca con ningún hombre, y él nunca había estado con una mujer. Cada cual lo tenía claro desde ese momento entonces para moverse cuidadosamente.
Debía ser especial. El único suspiro en que importa estar con quien apresa los segundos, con quien aferra la gentileza y el deseo y los convierte en lo inolvidable.
Otra vez subir y bajar, sentirse invadida, notarse acogido y enviado al cálido y oscuro mar femenino. Con todo, ella pudo contener desde el principio el terrible grito de placer que él no resistió, escapar del dolor estrechándole en su interior con un abrazo que apretaba, y el chasquido que sintió la bella joven en su frasco del amor ensanchado por el generoso vigor que le regalaba su elegido. Así dio comienzo el goce. Había oído historias y recomendaciones sexuales de las mujeres de Qublei, por lo cual estaba segura de poder satisfacer a Kerish, y si podía volver a verse con él, quizá le enseñaría a satisfacerla con todas aquellas cosas que se imaginaba hacer contra su cuerpo, sea desnudo o apenas vestido. Éste era un hombre sin tocar por ninguna mujer y saberlo la llenó de calidez casi maternal. Le deseaba tanto, le amaba tanto…
Y al tiempo temía le entrase todo aquel grosor con violencia y la destrozara.
Tuvo paciencia, dejando que su secreto y codiciado guerrero virgen la tocase suavemente todo lo que quisiera y donde quisiera, ambos sin hablar nada salvo respirar agitadamente, moviéndose de cuando en cuando. Era todo un mundo nuevo para los dos, y lo disfrutarían al máximo. Kerish puso las manos en los senos de la chica de ojos verdes que chispeaban con rojas líneas en sus iris, apretó con suavidad, y ella le abrazó contra su sensual anatomía pectoral, volviendo a subir y bajar lentamente varias veces al mismo que una sombra furtiva se alejaba, apretando un puño.
Los gritos del bárbaro de unas 17 nevadas se apagaban contra los suaves y tiesos botones de los que mamaba como un recién nacido, acariciando con las manos sendos pechos y poniéndolas después bajo las axilas de su intrusa, sosteniéndola como si fuera a caer al inclinarse sobre su busto. Bajó con una caricia dual por sus costillas, que colgara del precipicio mientras él la hacía suya. Que los mundos cayeran al borde de las tinieblas.
Sus manos palparon cada centímetro de aquel cuerpo como si fuera el único que deseara tocar siempre. Ella gimió no en voz baja, sino de una manera parecida a un grito que se ahogó, como el aullido de una loba. Acusando unas espantosas contracciones, Kerish se había derramado en su interior. La llenó de su calor fértil generosamente, de golpe y sin avisar porque esta sensación le había sobrecogido y desbordado, pero Soryatani siguió cabalgándole con celo animal decidida a hacerle suyo y ser suya. De una manera más violenta, sus caderas subieron y bajaron sin piedad, su amante abarcó su cintura en un abrazo sin saber por cuánto tiempo duró hasta que, con furia, le devolvió el ataque manando descontroladamente de nuevo entre quejidos y suspiros entrecortados.  Y entonces, las oleadas, el colapso. Ni se culparon ni se perdonaron.
Ella sonrió con amplitud, la de una mujer completa. Entre la lechosa esencia que manaba de su feminidad ahíta, una roja lágrima resbaló entre ambos.
La loba había despertado, desatada al fin.

 


Amores prohibidos (IX)

 

—¡Puff!—exhaló el bárbaro, cansado.
Se dejó caer en el ancho camastro de su barracón particular. Era una pequeña obra que encargó a un tipo que trabajaba madera, ya que las camas Ilonias eran una especie de jergón blando sin patas que se echaba en el suelo.
Había estado despreocupado y cómodo en esa cama, hasta ahora, que iba notando de alguna manera una presencia que le intranquilizaba. Fue a levantarse para echar mano de una espada que escondía bajo su cama, con la hoja recta y afilada por ambos lados, y apretó las cejas. Lo que vio salir de las sombras no era otra cosa que una mujer con los ojos claros y el pelo negro, lacio y brillante.
Se asustó en un primer momento, nunca le había visitado ninguna mujer a excepción de la que tenía Torii, que le trenzaba el pelo. Por un momento, le tembló el cuerpo, pensando en que podía ser Tuoya. Los ojos del gladiador se entrecerraron, brillando en la tenue luz de la noche, clavándose en los verdes iris con fueguecillos rojos de la mujer que ahora tenía tan cerca. Se puso de espaldas contra la pared, en cuclillas sobre la cama, enfilando con la espada de guarda en una media luna chata a la mujer. Una amenaza. Doble amenaza. Jadeó, tembloroso, y el cabello suelto se desparramó sobre sus hombros y le ocultaba la mirada.
Sujetó el glande de acero cada vez más tembloroso, era incapaz de luchar con una espada contra aquello que había tenido que soportar. Ahora, estaba allí, asustado como un conejillo acorralado por un lobo, con el corazón a punto de salírsele del pecho.
Cuando las sombras se retiraron de ella, vio que el rostro no era el de la mujer que temía, y abrió mucho los ojos. La joven era hermosa sin duda pero nada de malevolencia en su gesto, pues tenía en los labios, los párpados y todo el semblante una expresión benigna y confiada que le hizo bajar la guardia como si se tratara además de algún embrujo. Era imposible, pero estaba ocurriendo. No podía procesar el hecho de que ella le apartara la espada a un lado sin temer ninguna acción en su contra, con la delicada mano izquierda sobre una de las planicies de metal que destellaba con la entrante luz de la luna y las estrellas. Pudo notar que su visitadora, o su intrusa, se quitó las vaporosas sedas de turquesa descubriendo sus tesoros íntimos cuando su zona pélvica se rozó con lentitud contra el pálido muslo del guerrero, sobre su rodilla, descendiendo como si buscara la pose más conveniente para posarse en su cuerpo y ello le hizo sentarse de nuevo, conteniendo un grito de temor a lo desconocido.
Sí, la temía y a la vez le fascinaba porque se encontraba suspendido entre la vergüenza y el instintivo deseo, porque sabía que era fuerte y al mismo las caricias de ella podían rendirlo. No lo pensaba, lo sentía. Todo sucedió tan rápido que apenas pudo darse cuenta de su situación cuando ya la tenía encima.
—¿Soryatani?—susurró Kerish, incrédulo, al reconocer sus rasgos porque de lejos la había osado mirar alguna vez y su pecho vibraba amenazando con colapsar al enfrentar sus ojos.
La mujer gimió en voz baja poniendo sus manos sobre los hombros del joven, besándole la boca con un ardiente y apasionado fuego que emergía de sus labios lentamente. Las pálidas mejillas del bárbaro enrojecieron aunque no pudieran verse en la penumbra y la difusa luz de la luna, y las pulsaciones de su corazón se tornaron frenéticas, del mismo modo que sus manos fueron solas tras la cintura de Soryatani apretando sus nalgas, tomando posesión de ellas al descender con una sensualidad temerosa. Su culo estaba frío y duro, y al sentir las manos de Kerish ella separó sus labios de los de él, dejando que una delgada cadena de saliva uniera ambas lenguas unos instantes como dos prisioneros.
—No podemos hacer esto. Debes irte… si nos ven…—le advirtió el esclavo, mirándola a su hermoso rostro.
—No me iré sin ti. Te amo, siempre lo he hecho. ¿Qué le queda a dos personas como nosotros si no es el amor, Kerish? ¿Dejarías que mi hermano me prometiese a otro?—.
—Soryatani… nunca… Nunca he…—empezó a decir él aunque a los oídos ajenos, sonaba como un balbuceo incoherente.
¿Qué podía decir? ¿Qué podía hacer?


Amores prohibidos (VIII)

Cinco lunas separaban esta noche de cielo estrellado al norte del mundo, del día en que Qublei Khan se hizo con la victoria total matando a Jerjegune.
La ambición expansionista del joven Khan hizo que sus mesnadas doblegasen a los rebeldes de Aolin, y así, controlar el territorio del reino del sur de Ilonia con puño férreo. Los Aolitas restantes no resistieron la autoridad y mandato del Khan con armas, más bien se diría que le acogieron con los brazos abiertos. Qublei Khan disfrutaba de su victoria, bebiendo el licor nómada blanco, y riendo con sus compañeros de armas. En cuanto salía pocas horas antes de la tienda que compartía con sus mujeres, pareció avistar una sombra que se alejaba en la noche.
Pero estaba tan borracho y cansado de fornicar que no le prestó atención, mientras su mente vagaba por el regocijo de una victoria y una venganza completas, e iba a sumarse con sus camaradas en la tienda de reuniones, después de vomitar más airak.
Kerish estaba en las arenas del coliseo, hecho con toscos muros de piedra sobre piedra, y empalizadas rectas y puntiagudas de madera. Como cada noche, el chico cortaba el aire, solos él y esa espada pesada para empuñar a dos manos. Era diferente a otra gran espada que tenía alas en la guarda y la cola en la guarnición, con una cabeza rapaz en el pomo. Esta hoja en particular consistía en la dorada cruceta que protegía las manos de Kerish, asemejándose a dos garras de ave, sujetando en ambos extremos de la guardia de la espada un cráneo. El mango estaba recubierto por unos cilindros de madera barnizada con un extraño engrudo negro, al mismo que el pomo era la cabeza del halcón que miraba hacia un lugar en la nada.
El esclavo llevaba muy poca ropa. Solamente un taparrabo blanco y un peto negro de cuero.
Le gustaba esa arma. Se sentía nacido para empuñar espadas, más que hocinos, manguales, tridentes y demás parafernalia de combate. Pero igualmente, sentía el deseo, la irrefrenable sensación que se apoderaba de su firme vientre y le subía hasta la garganta, y salía por la boca como un grito al saltar y enarbolar la espada para dejarla caer con una furia destructiva sobre el suelo de arena, levantando una polvareda. El Aliento del Dragón.
Había aprendido un estilo de dos armas llamado “Los dientes del Lobo” que quizá era semejante al que usaban en su tribu, en las lejanas estepas, sólo que se empleaban dos cuchillos u hojas cortas en vez de espadas propiamente dichas. Aun así, podía ser aplicable. También estaba “La Furia del Cielo” que empleaba hachas grandes a dos manos, pero entre los estilos de combate que pervivían entre sus olvidados paisanos no se contemplaba del todo el del espadón. Golpes como “La Bestia de las Sombras” eran comunes entre los guerreros salvajes de la tierra a la que había pertenecido su corazón, pero las enseñanzas de Torii eran algo nuevo. Existían técnicas comunes en otros reinos, pero poco más, ya que los movimientos que se empleaban con grandes sables sin duda eran los mismos adaptados de las peligrosas espadas de guerra que, vistas en una batalla, hacían temer a todos si el que las manejaba contaba con la ventaja de la experiencia. Aun así, las espadas de dimensiones tales no solían verse salvo raras ocasiones en duelos civilizados o en manos de mercenarios. Las hojas grandes eran para los reyes del pasado.
Sin embargo, en cada tajo de espada, en cada mandoble dado aprovechando el poder de su cuerpo, un espíritu deshacía las cadenas impuestas y se alzaba majestuoso hacia los cielos. Su maestro apreciaba esto, y en ocasiones, sentía aquello que el joven sentía. Quería ser libre desde el fondo de un corazón que había enterrado.
Mas, ¿qué sería de él sin la arena? ¿Qué sería de la arena sin él?
Siempre las mismas dudas, y nunca las mismas respuestas.
Cesó de cortar el aire y se dirigió hacia sus aposentos en el coliseo, dejando la espada clavada en el lugar de la pista donde se había puesto a entrenarse, siempre bajo la mirada de alguien a quien no podía ver. Contaba con el favor del Khan ahora más que nunca, ya que protegió a su hermana, al Khan mismo y al resto con un ataque rápido y decidido que acabó con dos enormes Aolitas.
Torii le espiaba en secreto. Y había decidido libertarlo a no ser que algo se pusiera en contra… de aquí a un tiempo, quizá, pero el esclavo era una mina de oro, uno de los dos campeones que rivalizaban en arte, matanza y carácter, y se le podía destinar a más usos de los que el bárbaro de 17 años ignoraba.
Algo que no tardaría demasiado en descubrir Kerish por sí mismo.


Amores prohibidos (VII)

El Khan entrecerró los ojos, mirándole con detenimiento.
La lucha le había cerrado las puertas a sus recuerdos y emociones. Era un guerrero sin oficio ni beneficio que hablaba como un autómata de sí mismo, conteniendo un ardor virtuoso que le costaría la muerte mostrar; no se le consideraba tan persona sin embargo. Una cosa que vivía para luchar.
—Kerish, quisiera que me hablases más de Kymeria o cualsea su nombre… debe ser un lugar tétrico. Por lo que he oído por ahí, no tenéis sol—.
—Eres sabio, Khan. Nuestros cielos son tan grises y tan espesas las nubes, que el sol para nosotros no es más que un pequeño gránulo pálido del tamaño de un guijarro. Los inviernos duran casi todo el año, aunque la floración llega a su suelo y las hojas de los árboles cambian de color y caen. Hay cerros, colinas, y la capa del cielo gris las encapucha. Los espíritus animales nos guían. Es una tierra de lobos, una tierra de dagas plateadas en el desierto del norte, tormentas de acero, tumbas que esperan. Somos el invierno. Implacables, imparables, incluso en la muerte. Niños y niñas somos guerreros desde pequeños y sentimos la Llamada de la Sangre. Recordamos lo olvidado, pues nuestra historia como pueblo se ha transmitido por oración porque no ha sobrevivido en ninguna escritura—.
—¿Y los de tu raza en qué se nos parecen?—rió Jerjegune, bebiendo su airak con desmesura de un cuenco.
—Nos parecemos bastante. Compartimos ternero con harina con nuestros invitados, a los que también damos de beber un licor aunque no sea este. El caballo es nuestro hermano en la batalla, pero hay más que estepa en mi tierra, pasando el Muro de Hielo, pues igual que cabalgamos por praderas y nos adentramos en páramos también somos gente de montaña. Ahí acaba la diferencia, nos movemos a caballo con el arco y la espada pero también combatimos en la montaña y los bosques. Damos valor a cada guerrero. Somos hijos del cielo y la tierra—.
Bortochoou asintió, pues era un amante de los caballos, además de buen adiestrador y cetrero.
Se escuchó un grito fuera, y el clamor de lucha y espadas chocando. Las fuerzas Aolitas atacaban el aíl de Qublei Khan sin previo aviso, como tal traición que temía el hermano de sangre del Khan. Jerjegune el tuerto se levantaba con la expresión furibunda, apartándose de Qublei. Los cinco hombres del Aolita inmovilizaron a los guardianes de las armas, y tomaron sus cimitarras, a la par que Jerjegune rió tomando su hacha. Al volverse, vio al joven pelirrojo en pie, dando una patada en la boca a uno de sus guerreros con la pierna izquierda, estallando los labios del sicario con la puntera de la bota. Cuando el grandullón se repuso, corrió por Kerish, y el Cymyr saltó hacia atrás esquivando una patada de frente hacia su pecho. En la fracción de segundo que seguía, el enorme Aolita recogía la pierna, cuando una sombra ágil se deslizaba por debajo suyo.
Cayó al suelo con la rodilla desencajada y la pierna meneándose como un pendón, aullando de dolor, pues Kerish se había tirado ya hacia el gigante golpeando su rodilla derecha con ambos pies, perpetrando un deslizamiento rápido y furtivo. Bortochoou corría por su espada, enfrentándose a otro perro Aolita, mientras que fuera, había estallado la guerra.
Uno de los Aolitas corpulentos quiso tomar a Soryatani, pero se encontró con la suela de la bota derecha de Kerish en la boca. Al levantarse, lanzó un puñetazo que el bárbaro desvió con esfuerzo utilizando la mano izquierda, y luego, el salvaje de larga trenza fue remontando el brazo del grandullón con moño en rápidas palmadas por el antebrazo y el bíceps. El golpe llegó a la nariz del Aolita y la rompió en un estallido de sangre y gritos, entre los cuales podía oírse el de un Bortochoou destrozado con la que fuera su esposa en brazos, muerta por una lanza.
El tiparrón al que se enfrentaba el extranjero de piel blanca era un tipo duro, y aunque en el intento siguiente el gladiador le paralizó el brazo, el Aolita le golpeó en el vientre con un derechazo circular, un golpe que impactó sin ninguna defensa que lo bloquease apenas. Kerish se dejó golpear visiblemente una segunda vez.
La rodilla del Cymyr se disparó entonces con un salto hacia a la boca del Aolita cuando éste preparaba un tercero, lento, y terrible puñetazo… y saltando sobre él nuevamente, Kerish le golpeó en la sien derecha con el codo. El gigante cayó sangrando por la boca y la nariz, quedando sin sentido. Soryatani dedicó sus ojos verdosos al gladiador con admiración, cuando él salió fuera, dando brincos, y Bortochoou y el Khan daban muerte a los escoltas de Jerjegune, ensartándoles por los costados sin ningún miramiento, aunque ello les costara al primero un corte en el brazo derecho y al segundo uno menos profundo cruzando su vientre.
Qublei buscaba la otra espada para enfrentarse fuera al cobarde de Jerjegune, que había salido de la yurta con el hacha. Encontró su ken y corrió seguido de Bortochoou, Gemei, y sus hermanos. Todo el lugar era un campo de batalla. Tenía su gracia, y no la tenía, ver a una mujer, Tuoya, golpeando a un soldado Aolita en la cabeza con un cazo.
El joven Khan cortó la cabeza a un Aolita desprevenido, desde el lado izquierdo con la ken, y paró un tajo hacia su frente con la cimitarra en alto, devolviendo una patada en los testículos al soldado de armadura negra, y hundiendo su acero Ilonio en la garganta de su adversario. Vio al Khan Aolita enfrente suya, blandiendo el hacha.
Ambos khanes peleaban a base de fintas y bloqueos, quedaban muy igualados. Un burdo y lento ataque desde arriba intentó cortar al Ilonio por la mitad, pero éste esquivó la hoja del hacha y con el reverso del ken, golpeó la frente a khan rival. Antes de que la primera sangre brotase, Qublei le propinó una patada de barrido tras el tobillo izquierdo y le derribó, alzando su cimitarra. El Khan señalaba con la punta del ken el cuello de Jerjegune, sonriendo con su amenaza. Preparaba un demoledor ataque desde arriba con la otra hoja y mantenía al tuerto inmóvil con la otra espada forjada como un arco esbelto de metal asesino.
Cuando vio que su camarada Gemei se ponía en frente, tensando el rojo arco, sabía lo que pasaba: le atacaban por detrás, demasiado tarde para darse cuenta y dar la vuelta.
El experto arquero dudó, bajando el arco. Qublei volvió la mirada, viendo que uno de los guerreros de Jerjegune tenía tapado el cuello por una trenza de cabello castaño profundo y de reflejo cobrizo, que se mantenía estática, igual que una expresión de incredulidad perpetua en la cara del soldado Aolita. Luego vio a Kerish. El gladiador tiró de la trenza con la cabeza pues estaba medio agachado en una pose extraña, y así la delgada hoja doble de hacha hizo desprender del cuello del Aolita un chorro de sangre y trozos de piel vuelta y carótida.
Después, la espada esteparia del Khan Ilonio atravesó el cuello de su rival en el poder, que apenas pudo defenderse y recibió así su final. Luego, el curvo sable al que en Ilonia llamaban “ken” se clavó entre las clavículas de Jerjegune destrozando de parte a parte carne y hueso.
Así, Bortochoou recitó un viejo dicho Ilonio lleno de sabiduría pero enfocado por tanto a antiguas rivalidades:
—¡Muerto el perro Aolita, se acabó el picor de huevos!—.
Mil gargantas se sumaron al grito de victoria sobre los únicos rivales en el territorio, que se rindieron y más tarde aceptaron a su nuevo señor y luchar en su nombre. Tanto dolor, tantos años de rencores…
Sin lugar a ninguna duda esos tiempos habían pasado, pues ahora el joven Khan era el dueño por derecho de sangre de todas las tribus guerreras, y no cejaría en su empeño por acometer su ambiciosa empresa de conquistar todo bajo el cielo.

 


Amores prohibidos (VI)

El rostro afilado del Khan se dirigía a los cinco tipos con los que vino su rival. Los conocía, unos mostrencos de cuerpo grueso y brazos fuertes eran los luchadores de élite del Aolita.
Cuando se sentaron, todos desarmados (dejaron sus armas junto a un guardia al lado de la entrada de la yurta), el joven con el pelo cobrizo largo y trenzado, vestido con un del negro y una falda corta de piel, fijaba sus ojos en los grandullones bigotudos y de pelo recogido en lo alto de la cabeza, en elegantes moños. Les chocó ver a alguien así pero, en cuanto al hecho de que estaba sentado al lado de Torii con un visible anillo de jade al cuello, supieron que era un esclavo.
En sus ojos advirtieron que, remotamente, compartía ancestros con los Ilonios pese a que el tiempo se había encargado de suavizar los rasgos. La velada no se tornaba en una pelea, aún. Intercambiaban elogios ambos khanes, mientras hablaban sobre Xihuan y su nuevo emperador, Zi Ying, un hombre respetable pero indeciso, y que podían sacar partido de la ausencia de tropas en la capital. Kerish comía con fingida educación los trozos de ternero con harina caliente, y no levantaba la vista hacia los khanes. Las mujeres entraron a servir más comida y bebida. Entonces, la mirada de Kerish se juntó con la de Soryatani. Él no sabía quién era ella. Pero el visible cuidado con el que la diosa entre mortales miraba al Khan y luego a él, le hacía sospechar de algo.
Por su lado, pasó Tuoya, hermosa con su inseparable vestido negro y el cabello recogido en un alto moño, con el rostro inmaculado resaltado por el khol que llevaba en los ojos, haciéndolos sombríos pero con finura y más rasgados, y el flequillo de su larga melena cayendo pulcramente a ambos lados de la cara.
Se rozó con él intencionadamente dándole un suave toque con una de sus piernas en la espalda, y el muchacho enrojeció.
Después de hablar sobre tácticas militares y proezas de ambos khanes, Qublei miró a Kerish, acariciándose el mentón. Jerjegune, que tenía unos 27 años (y en estos nunca había compartido comida o bebida con un extranjero), preguntaba al anfitrión sobre su extraño invitado.
El Khan sonrió volviendo a mirar al Aolita.
—Es un esclavo que me brinda unos espectáculos magníficos. Mi querido hermano Torii le ha traído para que amenice la velada, ya que a veces es su guardaespaldas y nos reconforta su presencia. En verdad nunca tiene nada que decir, pero le pediré que hable de sus orígenes. Un hombre destacado en la lucha es de bien merecida atención a los ojos de todo Khan—.
Soryatani miró a Kerish y luego sus ojos se encontraron con los fríos y detestables iris oscuros de Jerjegune, que la miraba a su vez con lascivia.
Ella volvió el rostro hacia su hermano, y éste asintió para tranquilizarla. Aunque en esos momentos, Qublei pensaba en lo difícil que sería prometerla. Kerish bebió airak de su cuenco, y limpiándose los labios con la lengua, clavó sus ojos negros en los de Qublei Khan. Éste le transmitió su deseo, y el esclavo extranjero no hizo esperar por más la deseada historia que el señor de la guerra vivió a través de sus palabras.

Ante todo mis respetos, honorable Qublei Khan. Me alegra y honra tu atención a mis habilidades y a las luchas en las que participo. Pero temo que mi relato sea corto e impreciso, pues no tengo muy claros mis años vividos anteriormente, ya que al servicio de mi mentor, he olvidado mis orígenes. Puedo decir que provengo de un humilde pueblo guerrero, como todos en Kymirnn, la también llamada Kymria, que en dos lenguas significa Tierras de la Noche. Es así como nos referimos siempre a ella. Apenas somos diferentes a vosotros. Hay muchas tribus y nuestro modo de vida es nómada, todos nos enorgullecemos y honramos a nuestros amigos y familia sentados alrededor del fuego en nuestras casas de madera, nuestras tiendas de piel, pues mi pueblo no ha aprendido a trabajar la piedra como en otras naciones. No me acuerdo de mucho más antes de partir, solamente que estaba luchando con las manos desnudas contra un oso negro. Luego desperté en una mazmorra de Minas Chagör, siendo esclavo de un tipo enfermizo y cobarde que me mandaba picar piedras. Maté a un par de sus capataces con un juramento en la mano y una espada en la otra. A otro lo estrangulé con las cadenas de mis grilletes hasta que su cuello crujió como la cáscara de un huevo al pisarlo. El Señor de los Esclavos me vendió a Torii, mi maestro, y él ha hecho de mí el gladiador que ahora soy”.


Amores prohibidos (V)

Soryatani se puso en pie mientras la tarde se mostraba nubosa.
Dejó a sus pies un cuenco que horas antes contenía agua y que, ahora, sólo rebosaba vapor casi extinto del todo. La Ilonia asumió cuanto hubiese visto en las profundidades de una ensoñación inducida en trance como si todas esas imágenes sin hilar en la coherencia llegaran de golpe y formaran una figura desmembrada en su mente. Aun así le fue fácil unir los pedazos poco a poco, estremeciéndose. Había peligro, muchos peligros. Entre ellos, advirtió que su propio corazón sufriría y el destino de su pequeño mundo sangriento estaba en la cuerda floja.
Cubrió su cuerpo con una capa de lana blanca, pues tenía los senos al aire y la temperatura afuera había menguado considerablemente. A sus 22 años era una mujer poco culta sobre el mundo que les rodeaba, pero eso no dejaba duda alguna sobre su habilidad mágica como primeriza en las dotes de la videncia y oráculo. La madre de Qublei la aceptó como hija aunque naciese de la favorita rival del padre del Khan, y la mandó a aprender con un chamán las fuerzas de la tierra. Los perros grises y delgados en su puerta ladraron un par de veces y luego lloriquearon. Por eso supo que su hermano iba a llegar, y entró pocos segundos más tarde en la tienda. Qublei fijó su mirada en la de su hermana, los ojos de jade de ella eran todo un regalo a la vista ya que pequeños brillos, de un color de metal oxidado y vivo, marcaban las líneas más finas de sus iris verdosos.
—Soryatani. Disculpa que irrumpa así pero un asunto importante ha surgido y hay poco tiempo. Tenemos que hablar—.
La voz seria de Qublei significaba problemas. El Khan se sentó a su lado, rodeando sus esbeltos hombros con uno de sus hábiles brazos. Le besó las mejillas y le acarició la larga melena oscura, brillante en azul como el zafiro, a la luz de la fogata, aunque sin llamas cada hebra se mostraba negra y pura a la vez rebosando su propio brillo.
—¿Qué puedo hacer por ti, hermano?—suspiró ella sabiendo que las cosas que había visto escrutando en sus ratos de soledad estaban por venir.
—La alianza. El futuro… Te prometeré a Jerjegune, y sobre tus hombros caerá el peso y el honor de unir nuestras tribus. ¿Estás de acuerdo?—.
Soryatani se arrebujó en su capa de lana y puso su cabeza contra el pecho de Qublei. Estaba llorando. Su hermano la abrazó, besándole la frente al separarla de él con delicadeza mas la joven le miró con los ojos ardiendo de pena, y furia femenina como si contra ella se cometiera el mayor de los ultrajes.
—¡Antes que ése cerdo Aolita me pidiese en matrimonio, por la falsa paz que promete, preferiría la muerte!—.
El Khan se sintió algo mal. Había considerado la propuesta un mes antes, todo para unir las dos mitades de su tierra. O eso, o la guerra. Y ninguno quería hacer la guerra por una mujer. Desde sus 17 años más o menos no existía momento en el que no se hallara combatiendo sin pausa.
Pese a ser pendenciero, ansiaba algo de tranquilidad, y más que eso, la paz. La batalla le tenía demasiado quemado el espíritu. Si entregando a su hermana todo eso convertía a Ilonia en una gran potencia unida que acaudillar en una rebelión conquistadora, ¿qué no sacrificaría? Pero su hermana… Uno de sus pilares en la vida…
¿Estaba tan dispuesto a entregarla sin más?
—Bueno, ya veremos eso de la boda con Jerjegune. Yo lo mataría antes de prometerte a él. Pero deberías mirar por tu pueblo, haz un esfuerzo, Soryatani. Con su ejército y el mío, seremos invencibles y Xihuan será nuestro. ¿Fallarás a tu Khan?—le insistió, mientras ella consentía sumisamente a la desagradable idea del matrimonio negando con la cabeza, —Entonces, piénsalo. Otro te entregaría lo quisieras o no pero pienso que si el eterno cielo dispusiera de mí ese mismo final, desearía con todas mis fuerzas que tú me dieras una opción. Cásate con mi enemigo y lo convertiremos en amigo. Tu gente siempre te amará por ese sacrificio. Y yo pondré de rodillas ante ti a nuestros opresores y te entregaré grandes provincias y un poder que ninguna mujer tendrá salvo tú. El festín tendrá lugar, gánate su afecto y muéstrale lo hermosa que eres de alma. Incluso la loba más delicada puede cambiar el temperamento del lobo más fiero—.
Entonces, él le besó la frente, y salió de la tienda, sin lindezas, dejando que llegara el tiempo de la decisión.
El sol estaba en medio del cielo aunque no se veía mucho, y algunos charquillos de barro estaban siendo pisoteados por los cascos de la guardia de Qublei Khan.
Escoltaban a seis hombres. Al contrario que el “del” azul, la armadura Ilonia roja, y el cinturón blanco que llevaban los hombres del ejército del Khan, los cinco soldados de Jerjegune el tuerto iban con armadura negra y ropas de color  turquesa apagado, con el cinturón rojo. El que iba en cabeza, con la armadura marrón, el cinturón también rojo y las ropas turquesa, tenía unas grandes entradas sobre la frente, y una rebelde melena negra peinada hacia atrás. Las patillas le llegaban hasta casi la parte inferior de la mandíbula, y tenía oculto un ojo tuerto bajo un parche de cuero remachado con puntas de hierro.
A su espalda, un hacha a dos manos de hierro oxidado. Su dueño no cuidaba su arma o no tenía interés en ello. Entre los hombres del Khan Aolita, se cuenta que era el hacha de su padre, con el que mató al padre de Qublei.
En memoria de ese día, la pesada arma bebería la sangre de sus enemigos hasta acabar encontrando el cuello del Khan advenedizo. Así, enterraría el hacha, ensangrentado con la roja vital de tantos enemigos, en lo alto del monte donde Qublei le cortó la garganta a su padre, Agadei el Aolita.
La escolta cesó la cabalgata, y Jerjegune desmontó con su mirada arrogante hacia todos lados. No era muy querido por la gente de Qublei Khan, pero eso no le impedía regocijarse en que si había pelea, no iba a ser uno solo contra todos. Por algo, le conocían también como el Desmembrador.
Dos sirvientas, vestidas con largos del de color blanco y rojo, hicieron pasar al encarnizado rival a la gran tienda de fieltro del anfitrión.
Una vez dentro, Jerjegune miró con su ojo sano, el derecho, a la gente congregada a sus flancos. Estaban todos allí. Qublei, Bortochoou, Gemei, y los otros hermanastros del Khan, incluso ése que quedó viudo y entrenaba gladiadores. El de su izquierda, con expresión triste y mirada en el suelo, era un cautivo sin duda, y se notaba que era extranjero. Quizá un rehén aunque al verlo junto al conocido tratante adivinó la naturaleza de este invitado.
Qué raro, un esclavo de Torii compartiendo airak con el Khan y sus hombres”.
—Te doy la bienvenida, Jerjegune. Siéntate con nosotros y hablemos… Nos espera el futuro con manjares más deliciosos de los que probarás hoy en mi mesa—apremió Qublei en tono conciliador.


Interludio: El consejo de los espíritus animales (II)

—¿Qué opina Bran el Cuervo?—preguntó Oso Gris.
—L-los humanos s-son dulce carroña q-q-que devorar. Nuestro sustento. Es igual s-si mueren o viven, p-porque mondaremos sus huesos de to-todos modos—expuso Bran, tartamudeando mientras se frotaba las manos.
—¡Calla, bribón!—dijo el águila, dándole una palmada en la nuca al enjuto cuervo, —¡Eres un pajarraco inútil que sólo entiende de carroña y nigromancias!—.
La joven que era un halcón de las nieves, también de ojos dorados, miró a su compañero y echó a reír, cogiéndose del fibroso brazo derecho del joven. Ambos se acariciaron cabeza contra cabeza.
—Los humanos cazan como nosotros cazamos, y se aman tanto como nos amamos nosotros. Defiendo lo que dijo Guerrero, hermano y consorte de Lanza del Sol—.
—¡Siempre serás una criaja, Flecha Blanca! ¿Es que nunca comprenderás que los propios humanos nos han destinado a la catástrofe?—gruñó Luto, el Warch.
Sus dientes se mostraban en una sonrisa fiera hacia la hermosa muchacha-halcón.
El joven que era su compañero se interpuso entre la mirada lobuna del Warch como un desafío, que sin duda lanzó como una verdad furiosa.
—Y tú un bastardo sediento de la sangre de tus semejantes. ¿Es que tu propio cruce no te hace sentir que destrozas una parte de ti cada vez que matas a un humano?—le espetó duramente al Warch, sabiendo de su condición, mostrándole amenazadoramente los nudillos y el dorso de su puño derecho.
El Warch sentía enfado y se habría batido con él en un fatal duelo, pero algo dentro de él le hizo echar un gañido lastimero admitiendo su derrota antes de tiempo. La loba blanca no se calló.
—Como siempre, directo en tus amenazas tanto como con tus ataques, Luna de Invierno, pero eso carecía de mención ahora. No eres digno de las plumas que portas con orgullo—.
—¡Ni tú del cargo de Espíritu del bosque! ¿Osas amenazar la vida de los humanos con tu ausencia de ellos? ¡Recuerda para qué se te concedió el poder, Nieve! ¡Todos tenemos una responsabilidad con este mundo y con la Madre Tierra! Resulta impensable que su hija predilecta, a la que ofrendan en invierno, esté contra ellos y no vaya a mover una garra por protegerles—.
Padre Águila, que servía al Padre Cielo, se cruzó de brazos sobre su poderoso pecho y miró con desafío a la loba, que se apartó de un soplido el liso flequillo en corte recto que caía hasta casi las cejas.
Una fina cicatriz en forma de media luna que era su odio hacia los humanos se adivinaba entre su cabello, pero aun así, no replicó a las palabras del espíritu águila. Sabía que él tenía razón.
—Sea como sea, hermanas y hermanos, hemos de decidir si dejamos a los hombres a su suerte contra el culto del antiguo dios del mal, o si por el contrario, debemos ayudarles con nuestros poderes—anunció de nuevo el hombre-oso, ya en la cincuentena y aún jovial, musculoso, y sabio por el paso de los años.
—Oso Gris, tú y Kroon vivís entre humanos. ¿Moriríais por ellos? ¿Defenderíais una raza que lucha contra sus hermanos, que mata a sus hijos por un rito oscuro para atraer al vengativo espíritu de Choddan y hacer que la muerte caiga sobre otros?—interrogó una voz femenina y afligida.
De entre los otros lobos de la manada, una loba gris de ojos dorados contemplaba la escena, esperando el permiso de Nieve para acercarse.
Su madre consintió con un cabeceo y la loba se convirtió en una joven que aparentaba unos quince años, con los redondos y pequeños senos perfectos en su forma pese a su tamaño, al aire libre.
Se acercó a la hoguera presentando entre ambos pechos un surco más claro aún que su piel blanca, apenas se los tapaba su larga cabellera rubia, pero llevaba así de descubierta su feminidad para que todos pudieran ver la marca rosada, recuerdo de un ataque.
—Se lo hizo un humano, utilizando a uno de los nuestros como arma. Hirió a Princesa con los dientes del fallecido Puñal—gruñó el lobo negro que lo mismo andaba a dos patas que a cuatro.
—Fue herida por un humano al que estabais dando caza, y él se defendió pese a ser demasiado joven, y vosotros más que él en número. Si le perdonaste la vida junto al castillo de la vampiro, que hoy está en ruinas, fue porque yo estaba cerca—replicó Kroon.
El lobo rojo y el lobo negro eran rivales, pero una vez tuvieron un duelo del que Luto aún conservaba cicatrices.
—Merece la pena todo aquello que creamos justo y sabio en nuestros corazones, por eso hemos venido a dialogar—suspiró Lanza del Sol, mirando hacia las grandes formas astadas, en las sombras.
Los toros aún no se pronunciaron. Lanudos y castaños, con enormes y anchos cuernos, los uros medían más de dos metros hasta la cruz, su mirada bovina e inteligente estaba puesta en el consejo.
Finalmente, uno de ellos se adelantó con pesados andares, ofreciendo su aspecto humano: un hombre mayor de barbas rizadas que no había perdido la robustez del guerrero, poseía un cuello ancho, y un casco con cuernos, y sus brazos fuertes llevaban las manos hacia el ancho cinturón de cuero.
—Estoy con Princesa, los humanos nos utilizan en algunas ocasiones como montura de guerra, pero desde que mi manada y yo emigramos, ya no lo hacen, ni beben en nuestros cuernos, que nos cortan tras matarnos. ¡Nuestro símbolo de poder es sólo un vaso para ellos! Si por mí fuera, les pondría a todos en fila, y uno tras otro los embestiría sin piedad—.
—Respetamos tu razonamiento, pero es un razonamiento hacia el odio, Taurian. Invocaremos entonces al Gran Espíritu del Trueno, al Hijo Celestial, a la Estrella del Guerrero. Si nuestros corazones están confusos, el suyo no—sentenció Oso Gris.
Todos unieron sus esencias, su energía… y en breve, el viento, el fuego, el agua y la tierra subieron hasta el cielo como un torrente inacabable, como un tornado, y el cielo se oscureció hasta parecer de noche. Relampagueó sin llover, y un trueno blanco plateado con la forma de un dragón bajó hasta la tierra.
Entonces escucharon la voz del Trueno de Indarr.
“La Profecía…”.


Interludio: El consejo de los espíritus animales

Entre los Árboles Muertos (en el Bosque Muerto de las Tierras de la Noche), aún latía la vida del bosque, frenética, con todos sus roedores de todos los tamaños formando filas grises y pardas por el suelo, los tejones de un lado a otro gruñendo, los cervatillos tratando de seguir torpemente el paso de sus madres, los machos ciervos siguiendo al astado líder de venerable barba y cornamenta.
Los lechones y los jabalís dibujaban en el terreno masas veloces, oscuras y graciosas en cierto modo, con sus ronquidos, espantando a algunos pajarillos de tupido plumaje que reposaban de su vuelo en el suelo.
Entonces, apareció un enorme oso gris, no tan inmenso como el que hubiera muerto mucho tiempo antes en los confines de las estepas del norte.
El oso tenía un enorme mazo sobre sus fuertes a la par que rechonchillas patas, estaba sentado, esperando al resto de convocados. Se escuchó un graznido, y llegó el cuervo con una pequeña bandada, saludando al oso con un asentimiento de la testa sobre la rama de uno de los árboles muertos.
Desde su derecha, se escuchó un aullido, y vinieron los lobos, una pequeña manada de pelajes mixtos, liderada por tres bestias; una era una un lobo rojo de ojos dorados, aquél que presenciara la muerte del oso negro, el otro era un lobo negro que caminaba sobre dos patas tanto como a cuatro, de ojos azules índigo y penetrantes, y a su derecha, en el medio, estaba la reina de los lobos.
Una loba blanca de aspecto delicado y fibroso, aunque de espaldas anchas y cuartos traseros potentes, que la dotaban de la zancada del impala.
Hizo su entrada una manada de hermosos caballos salvajes, liderados por un poderoso corcel negro de crin roja, y su cónyuge, una hermosa y ágil yegua dorada de crines oscuras.
Al fuego del consejo no faltó el halcón, al que seguía una manada de leopardos y tigres de las nieves. Enormes mamuts y otros seres, depredadores y no depredadores asistían al encuentro.
Los animales se miraron en respetuoso silencio, jadeando por el viaje, e invocaron juntos los poderes ancestrales.
Del norte, sopló el viento, y refrescó a los que habían hecho un largo camino, al igual que del sur sopló un monzón, y les dio charcos de lluvia para beber.
Del oeste, un susurro se asentó como una nube muy baja sobre el suelo muerto del bosque, dando tierra fértil y negra donde con el agua, brotarían en segundos las flores y las plantas más hermosas y saludables. Los árboles recuperaron su color y su vida, y sus frutos cayeron al suelo por obra de los vientos, dando de comer a los hambrientos, y crecieron el follaje de la tierra.
Y llegó por fin el fuego, desde las arenas del este, la tierra del calor, y se manifestó como una llama en medio de los presentes, para calentar tras el frío venir del viento del norte.
Los cielos se arremolinaron, el sol se vio un solo segundo, y el trueno bajó de las alturas, cerca de una montaña, iluminando a los cincuenta enormes toros que permanecían como una sola manada, en silencio.
—¡Hermanos!—empezó a decir el oso gris, tornándose en un hombretón de barbas y ojos grises, portando su martillo del poder, y las pieles que parecía llevar cuando era un oso, cayendo por sus hombros.
—Hermanos y hermanas, os he convocado al consejo de nuevo tras tanto tiempo porque los acontecimientos han obligado a que recorráis tan largo camino para decidir—.
El halcón y algunos halcones de las nieves saludaron a un águila que llegaba tarde.
El cuervo, el águila y el halcón de ojos dorados de plumaje marrón descendieron de los árboles, transmutándose el primero en un tipo enjuto de aspecto sombrío, con el cabello negro azulado y unas negras plumas cubriendo con una capa sus hombros y brazos.
El segundo, llevaba unos brazaletes a la altura de los antebrazos y por debajo de los hombros, con una capucha con la cabeza de un enorme águila parda, y entre los brazales, las plumas de sus enormes alas.
Era un hombre maduro y fuerte, de cabellos castaños.
El halcón se transformó en alguien de la misma condición que los otros dos, pero más joven, y con un rostro más pequeño y ojos frontales. Era un cazador más aún que el de su derecha.
De entre los halcones de las nieves, uno más pequeño y tímido bajó de la copa del árbol, sólo para, en su metamorfosis, mostrar también el mismo traje híbrido de plumas que le llegaba hasta por debajo de la cintura como un taparrabo.
Su melena blanca y larga con las puntas rojas se balanceaba suavemente con el frescor del viento.
—¿Sobre qué tenemos que decidir, hermano oso?—dijo el águila.
—Sobre el futuro de los humanos. Somos intermediarios entre los dioses y los hombres, y es nuestro deber debatir sobre ayudarles, o no—.
El lobo negro de forma humanoide se adelantó, con los gélidos ojos azules mirando hacia el hombre-oso, y gruñó: —¿Ayudarles? Nosotros les dimos el poder de la medicina, les enseñamos sobre las plantas, y nos lo pagaron cazándonos indiscriminadamente. Todos lo sabéis, el ciclo ya no se cumple—.
El barbudo hombre con la piel de oso gris miró el fuego, asintiendo con gesto apenado en su rostro.
—Sabemos que tienes razón, hermano, pero eso no te da derecho a darles caza por placer, como sueles. Después de todo, los humanos y nosotros tenemos parte en el cuerpo de la Madre y del Padre, somos todos parte de un todo que debemos proteger en la tierra y el cielo. Y ellos son también hijos del dios y la diosa—dijo el presidente de aquel consejo al Warch, el lobo negro de forma casi humana.
—¡Son hijos de sus madres!—replicó la loba blanca, al transformarse en una mujer de larga y lacia melena blanca, con los ojos grises como el hielo.
Estaba vestida con pieles inmaculadas, aunque por el escote en triángulo que mostraba la generosa redondez de sus senos casi se diría que era un vestido.
El lobo rojo a su lado negó, alzándose sobre sus cuartos traseros para tomar la forma de un guerrero, algo bajo de estatura, pero de miembros musculosos y piernas fibrosas, con los signos rituales Cymyr de la tribu del Lobo por el cuerpo.
Rojos brazaletes dentados en sus brazos y pinturas sobre su cabeza rapada y rostro. Eran las insignias del poder de Kroon, el chamán.
El que había sido un oso llevaba unas parecidas al mirarle más de cerca, de color azul. Eran las de la tribu del Oso.
—Los humanos y nosotros no nos perturbamos aquí. En el resto del mundo, se nos caza indiscriminadamente por nuestra piel. Ya no creen en los espíritus, y los Cymyr sí. Además, son valientes y no temen la guerra, entrenan a sus hijos desde muy jóvenes, y gozan los placeres desde muy jóvenes para morir sin pena ni arrepentimientos por una vida incompleta. Ellos nos veneran tanto como a Qidara, Choddan o Sar. Son nuestros hermanos—les interpeló Kroon.
Los caballos que estaban allí se transformaron en dos nómadas más de las estepas de Kymria, con el consabido taparrabo, los cabellos largos, tanto mujer y hombre, del mismo color que tenían las crines. Ambos llevaban un arco recurvado y una aljaba a la espalda, a parte de una espada curva de un filo en un talabarte.
—El chamán-lobo tiene razón. Los Cymyr nos respetan y nos veneran. Somos sagrados para ellos. Este juicio por parte de Nieve y Luto es injusto. Nosotros cabalgamos hacia la batalla con ellos, vivimos con ellos, y morimos con ellos. Siempre ha sido así, con respeto y amistad por encima de todo, y eso es algo que por mi parte no estoy dispuesto a cambiar—.
El hombre que había sido un caballo hablaba con una voz profunda. Era un guerrero, igual que su esposa, que asintió orgullosa por las honorables palabras de su marido.


Amores prohibidos (IV)

Tuoya le vio entrar allí, y no fue a reunirse con el resto del harén de Qublei.
Las odiaba. A todas, en especial a una mujer del Khan que no era su esposa. A sus 24 años, Tuoya era una joven aunque parecía haber envejecido mal hasta la treintena o algo más, lo cual ni le arrugaba el rostro, pues era bien bella, pese a que sus facciones rebosaban amargura y frialdad.
De caderas algo anchas y manos hermosas, poseía unos ojos del color de la miel que apenas expresaban el deseo que sentía. El de rajarle el cuello al Khan y cumplir su sueño, limpiar la mancha de un honor ultrajado.
Se alejó, solitaria, entre las demás tiendas del campamento, con ese vestido negro que parecía una mortaja, aunque lujosa, con filigranas de oro remarcando el volumen de sus pechos y la sensual corpulencia de sus muslos cada vez que caminaba.
Su marido había clavado la rodilla cuando el Khan le derrotó, y ahora era su lacayo, un sirviente en algún pueblo del oeste, cerca de las Montañas Azules. Un lugar que con el amanecer, y debido quizá a la niebla, hacía que de lejos se viera azul la roca como un hermoso espejismo.
Ella lo había visto una vez. A su marido no volvió a verle. La casaron a la fuerza hacía años, cuando era una muchacha de 15, y le había amado. Pero el dejar que el Khan se la llevase como si fuera un trofeo sin que su marido siquiera opusiera resistencia, había herido el corazón de Tuoya.
Y su orgullo.
Un arma de doble filo. Pasando una pequeña colina, estaba el Kuoulún, un río que a trechos era profundo, donde iba siempre él: el joven de la trenza. Sabía que el hermanastro de Qublei le daba ciertas licencias, como las de salir del foso para tomar el aire.
No era el único. El otro de los mejores discípulos del maestro gladiador estaba sentado junto a él. No se molestaban en susurrar.
—Ha estado bien. Mañana, me tocará combatir contra un ogro—.
—¿Un ogro?—.
—Ahá. Son seres mucho más altos que un humano corriente, las armas que utilizamos con dos manos ellos las usan con tan sólo una—.
—Sé lo que son los ogros. Ese gigante será difícil de abatir, entonces. ¿Tienes idea de qué armas llevará?—.
—Es posible que un mazo o algo parecido, sólo son brutos. Pero lo más probable es que utilice una espada de ogro, como esa con la que estás tan familiarizado, Kerish—.
El joven del cabello negro pero menos largo que el del otro, que también parecía moreno en la relativa oscuridad bajo la luna, era casi de su misma edad. Los dos eran los mejores, aunque también eran rivales fuera de la arena.
Y con todo, siempre se habían respetado de una manera hierática, como dos hermanos desapasionados.
—El maestro nunca me ha dejado luchar con ella. ¿Has hablado ya con él sobre “El Juego”, Lobo Negro?—le preguntó Kerish al otro.
—Puedo escoger, y será lo de siempre. Con mis dos espadas cortas puedo igualar las más largas. Ya me has visto luchar—sonrió orgulloso su interlocutor.
Se hizo un silencio, y ambos miraron el río, sereno, con las estrellas y el lechoso espectro de la luna reflejándose en la superficie de las dulces aguas. Lobo Negro, haciendo honor a su nombre al llevar pieles oscuras de lobo, se levantó del suelo donde él y Kerish estaban sentados.
Tenía ganas de retirarse, y de descansar para la lucha de mañana. El otro, el joven bárbaro, le miró sentado de perfil como estaba, con las rodillas contra el pecho y abrazándose las tibias.
Suspiró pausadamente, y cuando el de ojos azules llevaba ya un par de pasos, le dijo algo.
—Lobo Negro—.
—¿Qué?—preguntó, mirándole por encima del hombro derecho.
—Dale una paliza a ese ogro para que sigamos entrenando juntos—.
—Lo haré. Todavía tenemos que resolver quién es el mejor, tú o yo. No voy a cederte el título de campeón por las buenas… hermanito—.
Lobo Negro sonrió a Kerish y siguió caminando, con los tensos brazos blancos al aire, ya que la túnica de pieles no los cubría.
Tuoya esperó a salir de su escondite unos minutos, y sucedió algo inesperado. Kerish se puso en pie y se deshizo del ancho cinturón de cuero y de la dastâna romboide que llevaba protegiendo el centro de su pecho.
El taparrabo de lengüetas de cuero cayó sobre sus pies, resbalando por sus gemelos. Y se quedó desnudo, con el aire libre acariciando su cuerpo.
Luego fueron las botas lo último de lo que se deshizo, y los aros que lucía bajo los hombros, sobre los bíceps, brillaban tanto como el que tenía por encima del gemelo de su pierna derecha.
Su esbeltez de adolescente empezaba a desaparecer para mostrar poco a poco las caderas fuertes de un hombre, su espalda comenzaba a ensancharse, y el volumen de sus fibrosos brazos a crecer. Aún conservaba unas piernas fuertes de los días de subir montes con su tribu.
Se soltó la trenza, dejando caer un adorno metálico que tenía sujeto en el extremo, y la mujer que le observaba notaba que el mar entre sus piernas empezaba su oleaje cálido y húmedo.
Kerish se introdujo en la orilla, y después por completo, sumergiéndose lentamente.
Después de eso emergió, sacudiendo la cabeza, despeinándose de como el agua le había compactado el cabello con su humedad, y se entretuvo nadando en la fría corriente unos minutos.
Él no sabía nadar, hasta que le había enseñado Torii, y podía ser necesario para algún espectáculo de batallas navales como las que ya había protagonizado con algunos compañeros. Emergió nuevamente, con una mancha oscura sobre la cadera izquierda, que descendía hasta su ingle.
A saber qué significaba aquel tatuaje que le habían hecho hacía años, la vez que tomáronle esclavo le arrojaron a la arena con unos trece años para ganarse la vida como hasta ahora.
Cuando salió del agua y se ponía de nuevo el taparrabo, se encontró con Tuoya, que venía de frente. En ese momento no supo si salir corriendo o quedarse ahí.
Era una de las mujeres del Khan y podía acusarlo fácilmente de algo deshonesto, por lo que el joven moriría de una forma atroz. Y podría caerle una buena a Torii por dejar tal libertad a un esclavo peligroso.
Ella lo sabía. Y por eso estaba segura que él no abriría la boca, y se dejaría hacer mansamente. La lengua se le derretía al sumarse a su cuerpo, lamiéndole el rostro con pasión, y luego, bajó hasta su pezón izquierdo, aún sin vello.
Se lo mordió suavemente, y le abrazó, acariciando con una de sus piernas las de él por detrás, enroscándose a su cuerpo como una serpiente. Recorrió la pequeña areola hasta que el botoncillo de él quedó tieso, y soltó un pequeño gemido. La Ilonia murmuró algo que Kerish no entendió, porque no lo dijo en idioma común.
Con el botón que coronaba su pectoral izquierdo brillando por la saliva de Tuoya y por el agua dulce del río, notó que la piel de su cuerpo reaccionaba con esas familiares y microscópicas protuberancias.
—Hazlo. Hazlo ahora…—.
Ella se refería a lo que venían haciendo desde hace una semana. Siempre del mismo modo.
Él se situaba tras ella, con el trasero en el suelo, y la mujer iba bajando poco a poco sobre su rostro, separando sus piernas para que él estimulase con la lengua su bajo vientre, partido en dos de un carnoso tajo.
Sus efluvios mancharon el rostro del bárbaro y gotearon transparentes como lágrimas por sus mejillas, sus pómulos, hasta que el palpitante y rabioso éxtasis la hizo aullar, y desplomarse sobre los brazos de él. La abrazó, sin cariño ni demasiada ansia.
No le gustaba hacer aquello, pero empezaba a resultarle agradable el sabor de Tuoya.
La Ilonia le abrazó, notando contra uno de sus muslos la dureza que sobresalía por un lado de la prenda menor del joven norteño.
Pero no le daría ese placer aún, pese a que en lo más profundo de su corazón deseaba que la destrozara con él y la llenara con su jalea.
Primero, debería dejar de ser la mujer del Khan… y eso estaba a punto de suceder. Ella se volvió a bajar el vestido negro y le dejó allí sentado, le acarició el cabello mojado, despeinándoselo, y luego dirigió el ruborizado rostro hacia su erección.
Él la miraba con agitación a sus ojos de oro oscuro, y la esposa del Khan se limitó a sonreír y a irse por donde había venido. Su silueta se perdió en la noche hacia las luces del campamento que siempre evitaba.
El salvaje se sintió tan sucio que sumergió el rostro en el agua, abrió la boca, y se puso a escupir bajo la corriente del río. Luego, cuando se quedó sin aire, volvió a respirar en la superficie, y se vistió rápidamente.
Se alejó también, hacia la pequeña fortificación que le aislaba del pequeño mundo que conocía, se echó en su jergón, y cerró los ojos, intentando relajarse.
Una vez hubo amanecido, su palpitante rama había expulsado su savia contra su vientre y le había dejado la zona brillante como por obra de un barniz.


Amores prohibidos (III)

—Si me sucede algo, Bortochoou, somos más que ellos aquí. Y si no nos unimos todos, no podremos tomar y gobernar Xihuan. Somos sus lacayos, nos envenenaron con su sangre según la leyenda… el poder está en todos nosotros, sólo tenemos que intentarlo, amigo. Estoy seguro de que podemos hablar con ellos y convencerles que la solución no está en matarse—susurró Qublei.
«¿Qué más da si son más o menos, si el Khan muere? ¡Qué iluso eres, Qublei!», pensaba Bortochoou.
Se hizo un tenso silencio entre ambos. Entonces, una de las esposas del Khan, la que no estaba presente antes, entró en la tienda, pidiendo permiso con una reverencia. El joven Qublei la hizo pasar, y ella se arrodilló, dejando una bandeja con pasteles de almendra y una jarrita de cerámica blanca que humeaba. La infusión de hierbas de su señor. Entretanto, Bortochoou miró a los ojos de Qublei, después que el otro tomase un pastelillo y le inquiriera algo con la mirada.
Entonces se lo dijo, continuando la conversación:
—He invitado al gladiador… Kerish, a que coma con nosotros, tal y como me pediste. Para que cuando vengan Jerjegune y sus bastardos podamos sentirnos un poco distraídos preguntándole sobre la vida en la arena o lo que sea. Así estaremos menos tensos escuchando sobre las tierras que ha visto. Ahora, debo decirlo. Odio a esos perros Aolitas, y seguro que el esclavo no es mejor. ¿Por qué le has invitado a comer en nuestra presencia, en este momento con Jerjegune?—.
—Hermano, tenía curiosidad por conocer al muchacho. Según dijo mi hermanastro Torii, el chico viene de una tierra de más allá del Muro de Hielo. ¿Entiendes? Un desierto de nieve, y una cordillera gélida por la que nadie ha conseguido pasar jamás hasta Chagör, malditos sean todos los demonios que habitan el erial. Es un experto guerrero en las artes de la muerte para ser tan joven. Y siempre te hace estar de buen humor con sus luchas ya sean sin armas, o con ellas. Y, como sabes, soy muy amigo de la batalla. Soryatani por contra, que es un alma compasiva, repudia la sangre. Su espíritu es diferente al mío. Ojalá pudiera convertirla en una guerrera y asegurarme de que a mi muerte, sus hijos ocuparían mi lugar. Ve a veces cosas que pueden pasar, igual que a ti, pero con más frecuecuencia. Sería un bobo si no hiciera caso de sus sueños cuando está despierta, igual que por necio, habría caído hace ya de no ser por tus consejos. Por eso compartí mi sangre contigo—.
—Posees una gran sed de saber comparable a la que tienes de sangre, hermano. Pero ya conoces mi opinión: un hombre que es rebajado a esclavo y mata para que disfrutemos no merece compartir nuestra mesa. ¿Qué vale realmente para ti? Respecto a tu venerada hermana, ella está bien como es. Sólo acéptala en su pensamiento, pues yo mismo me siento cautivado por su mente—.
Qublei rió sintiéndose honrado, y sus ojos oscuros brillaron marrones a la luz amarillenta del pequeño fuego que les daba calor en las frías noches de la estepa. La mujer de antes estaba ahí, todavía de rodillas, con la cabeza agachada, sumisa. Dándose cuenta, el Khan la miró y la despidió con un ademán.
—Gracias, Tuoya. Ve con las demás y pídeles que vengan aquí a dormir esta noche. Que Jen se quede en la otra tienda y… con poca ropa. Gozaré del ardor de su vientre hoy—.
Ella asintió a la voz ligeramente ronca de su forzado esposo, el Khan Qublei, y salió de la yurta con la mirada tan sombría como su negro vestido. Su cabello se meció en el aire un instante, dejando un perfume almizcleño que excitó a ambos hombres. Una vez hubo abandonado el lugar, continuaron hablando.
—Si le he invitado ha sido por Soryatani, pues suya fue la idea. Es demasiado caritativa, pero, ¿qué mejor ocasión que la que tenemos entre manos para pactar la paz, y que un perro esclavo al que admiro un poco pueda contar antes de morir algún día que estuvo sentado a mi mesa, mientras pacté la alianza que haría temblar el mundo?—.
Las palabras del Khan hicieron sentirse si cabe más inseguro a Bortochoou, y éste, asintió escuchando pasos, sabiendo que ya era hora de retirarse. La noche se había echado encima demasiado pronto.
Bortochoou dejó la tienda con una servil reverencia, y las mujeres entraron de nuevo, despidiendo con besos al hombre de confianza del Khan.
Qublei se asomó por la rendija entre dos cortinillas que velaban por su intimidad del mismo modo que los dos guardianes que con las manos en los cinturones de sus armaduras brigandinas permanecían sentados con las manos sobre la empuñadura de la espada.
El Khan salió entonces, despidiéndose de sus otras esposas, y vio que una mujer con los lacios cabellos oscuros y los ojos de un color pardo, verdosos aún de noche, se asomaba desde la otra tienda, con una toga azul adornada con bordados de flores y árboles en colores verdes, dorados y rojos.
El rosado fajín de la esbelta mujer, de rasgos orientales y nariz un poco menos pequeña que la del resto, caía de su cintura dejando ver al Khan una ingle derecha blanca y suave, cercana a un triángulo de corto vello que medio ocultaba el del de ella.
Los ojos de ambos se encontraron apasionadamente en la distancia, y así ella se cogía el pecho derecho con una mano, mirando a su esposo con los rosados labios entreabiertos.
“Ah, mi dulce Jen me llama desde la yurta. Creo que estos pantalones llevan mucho tiempo puestos. Jen, guarda tu abrazo para tu hombre… ¡allá voy!”, se decía a sí mismo Qublei, dirigiéndose a la tienda, medio desnudándose por el camino.


Amores prohibidos (II)

El Khan se revolcaba entre seis de sus mujeres, retozando con ellas y mordisqueándoles amistosamente el cuello, igual que un lobato jugando con los demás cachorros.
Sin embargo esto era más bien algún tipo de dominancia o incitación sexual depende de otro punto de vista, en el que ningún sabio de Xihuan se dignaría a aburrir describiendo.
En cuanto todas se le echaron encima, confabuladas para atraparlo entre los cojines, riéndose, Qublei gritó: —¡Me rindo! ¡Me rindo, de verdad!—entre risas.
El hombre con la camisa de abrigo azul entró en la enorme tienda, carraspeando.
—¡Oh! ¡Chicas, es el bueno de Bortochoou!—rieron entre ellas, y corrieron todas a darle la bienvenida, agasajándolo con besos cariñosos en sus mejillas.
El Khan le dedicó una mirada llena de agrado, enrojecido su rostro por la actividad de la lucha de cojines.
—Yo me alegro también de verte, hermano. Ven, hablemos… —le sonrió el Khan.
Un pacto de sangre sólo se hacía de mutuo acuerdo, y uno tenía derecho a compartir lo del otro, si se estaba también de acuerdo. Bortochoou no compartía las mujeres del Khan, pero el mismo no compartiría las de su compañero si éste las tuviera.
Además, era más familia de Qublei de lo que podía ser cualquier otro ser.
Las mujeres ofrecieron frutos secos a ambos amigos de toda la vida, y hermanos de pacto de sangre. Luego se alejaron a otra yurta, dejándoles solos.
—Qublei. Espero que no hayas aceptado…—.
—¡Ah, mi querido hermano! ¡Siempre preocupado por mí! He aceptado a reunirme mañana con Jerjegune, Khan de los Aolitas. Es tiempo de pactar la paz—.
Los ojos negros del Khan se encendían al recordar las batallas que, desde sus 18 años, habían tenido lugar contra los Aolitas, otra tribu que predominaba en el sur.
Eran tan cruentos como los Ilonios en el combate, pero más sádicos si cabe, vengándose con las mujeres de sus enemigos, y sus caballos.
Las dos únicas cosas que no compartía un Ilonio con nadie, y que protegería hasta la muerte. Y el Khan no se libraba de esto.
Una de las dos hermanas de Qublei estaba casada felizmente con Bortochoou. Era la única mujer que había compartido con alguien.
Bortochoou era medio chamán, medio guerrero. Y su pasión eran los caballos. Los dorados alazanes Ilonios.
Aunque tenían caballos algo más bajos que los que estaban acostumbrados a criar más allá del Muro de Hielo (caballos pesados de guerra), les tenían gran afecto a los dorados alazanes, pues para ellos representaban la belleza del sol que su dios, Tangri, hacía caer sobre los campos en verano.
—Qublei, el tipo con el que vas a negociar mandará alguien para asesinarte, no lo dudes. Conozco a ése hijo de perra, tiene alianzas con los Kentarios más allá de la tierra que conocemos, y planea derrocarte y quitarte tu puesto como gran Khan—argumentó el hermano de sangre de Qublei, señalando con la mano izquierda, con un dedo acusador, hacia una de las paredes de la yurta como si más allá estuviera el enemigo de ambos.
—¡Me da igual, estoy hasta las narices de tener que pelear por un lugar que nos pertenece a todos nosotros! ¡Por el falo de Khromme! ¡Tengo casi 22 años y no he parado de pelear desde los 15, cuando pasé a cuchillo al traidor de mi tío, que asesinó a mi padre y destruyó su aíl!—.
El Ilonio de la camisa azul miró con incredulidad a Qublei. Éste llevaba un del rojo, y la katana al lado suya amenazaba con desenvainarse.
Era un arma que había adquirido de otro lugar exótico y que compartía algunas costumbres con los Xin, aunque sabía que el joven Khan optaba casi siempre por la espada curva que tenía tras de sí en un expositor de madera, con la hoja más corta, pero más ancha.
El aíl de Qublei (su campamento), se hallaba bien guarnecido de guerreros. Incluso las ciudades y aldeas que había conquistado lo estaban.
Y los Aolitas, que querían con locura quitarse de encima al joven Khan antes que tomase el control absoluto, iban a reunirse con él.
El escenario perfecto para un asesinato y una subida al poder.


Amores prohibidos

Abandonando el recuerdo, Kerish despertó.
Se hallaba en una ancha cuba donde se bañaba con cierta frecuencia. El agua caliente le era algo desconocido de no ser por el estanque de aguas termales en su patria que apenas recordaba.
Era un placer al que se había acostumbrado.
Pronto le vino a los oídos la voz del tratante de gladiadores. Un Ilonio de 32 años o pocos más, al que llamaban Torii, el maestro de los gladiadores. Mentor, amo y mercader.
—Hola, chico. ¡Has estado fabuloso, el Khan se ha divertido como nunca antes!—.
—Torii, mi mentor. Si no te conociera, diría que vienes a proponerme algo, con esa sonrisa tan complaciente—.
El gladiador no andaba desencaminado.
—Así es. Qublei Khan quiere conocerte en persona. Mañana nos ha invitado a comer a su yurta, por lo visto le intriga alguien de piel blanca en estos lugares. Es joven y su sed de conocimiento es mucha, igual que la tuya… pese a que te resistes a aprender a leer—.
El muchacho gruñó, tomando de una mesita de al lado una bota de airak, dando un sorbo. Consideraba que leer era para las mujeres, y estaba el hecho de que su propia caligrafía era más bien decepcionante. Se ponía nervioso y no tenía paciencia.
—Por lo que me has enseñado de tu gente, la hospitalidad no se rechaza sin ir al menos, bien vestido. Así que iremos con esas galas que me regalaste—.
Kerish, apesadumbrado, sonreía.
No le gustaba ir muy vestido. Y los hombres de Ilonia acostumbraban a ir con una especie de cómodas camisas-abrigo llamadas “del”.
Torii no paraba de reírse, y se sentó junto a su joven alumno. La relación entre ambos había sido más que buena estos años, Torii le otorgaba honores y confianza, como el no ser escoltado como un esclavo, y Kerish le procuraba combates inolvidables.
—Quién sabe. Lo mismo encuentras por fin a una mujer para ti… alguna esclava hermosa. Igual el Khan te cede a alguna de las suyas, que llama esposas pero no lo son. Ya sabes que son botín de guerra de enemigos vencidos—.
Los nervios de acero de Kerish se crisparon.
—¿Mujeres? Esclavas del Khan—marmulló el gladiador.
—¡Sí! Una de las… hembras del Khan está loca por ti. ¡Podría proponer una oferta—le dijo Torii, dándole un suave codazo en el hombro izquierdo.
—¡Estás loco! ¡Ni hablar, maestro!—replicó Kerish.
—¡Jajajajajaja, tú te lo pierdes! Pero si un día te lo ordeno habrás de acatar mi voluntad. Da gracias de que para mí eres como de la familia—.
Torii tenía un trato condescendiente con él, era como un hijo. Su mujer murió muy joven en un parto, y el bebé nació muerto, no se había tomado afecto alguno con nadie, pero el chico de más allá de las fronteras heladas subió peldaños por mérito propio.
Kerish era lo más parecido a un hijo que el hombre tenía, y lo adiestraba en matar y tratarlo como carne en un puesto de venta, exhibiéndolo en letales luchas que tarde o temprano, acabarían con su vida.
El hombre quería liberarlo. Ya era suficientemente rico. Pero por otro lado, ¿qué vida quedaba fuera de la arena para Kerish? ¡El Ilonio no sabía ni si Kerish tenía madre!
¡Además, el joven bárbaro se sentía tan vivo luchando, saboreando la gloria y las ovaciones, con los muertos apilados bajo sus rodillas…! ¡Era como haber nacido para esto!
El joven extranjero se lo guardaba todo para adentro, no afloraba de él otra emoción que no fuera o furia o alegría, Torii jamás le había visto ni triste ni llorando.
Cuando lo compró a precio de ganga a aquél esclavista, no sabía bien la inversión que había hecho, pero por otra parte, había algo en los ojos negros de Kerish que le turbaba. Era una tristeza insólita, y una rabia salvaje que ardía en el interior, miedo a desatar la muerte que era necesaria. Miedo a hacer daño a la gente. Pero no se le daba nada mal matar.
Y estaba obligado a ello. Por otra parte, era cierto que matar era algo que le gustaba a Kerish, pese a contradecirse para con sus sentimientos. Era alguien que padecía una lucha dentro de sí mismo, pero no la exteriorizaba.
—Deja para el Khan lo que es del Khan. He oído que Jerjegune el Aolita ansía a una de las mujeres de Qublei. Ni idea de cuál, pero no quisiera meterte en problemas con tu hermanastro, vaya a ser que nos quedemos con la misma hembra y tengamos que partirnos los cuernos como ciervos en celo—rió el gladiador entre dientes.
El salvaje salía de su baño, y una mujer Ilonia, que estaba al servicio de Torii (cualquiera que se le exigiera) y compartía su lecho, le trenzó el pelo, dejándolo recogido en una larga cola en la cual Kerish siempre llevaba algo de adorno.
Una rara manía…