Una historia de oscura y sangrienta fantasía épica

Cap. 01 – Érase una vez…

Año 983, 6ª era Arryana.

Año 983, 6ª era Arryana. Final de Invierno. La Edad del Acero.

Llegaron a Jir’am de nuevo. El lugar fue reconquistado, y los Myrrns fueron expulsados y aquellos que ofrecieron un nulo coraje, ejecutados.
Zuzenn estaba doblemente nervioso, porque su mujer estaba a punto de darle su primer hijo, y no había noticias de Kurgan. Antes de ir a la batalla, el bárbaro conquistador, cuyo nombre para algunos no era otro que Akerión (uno de los descendientes de Bhandirla el Aniquilador), se pasó dos días sin dormir en la enorme tienda real que dispusieron los criados para el campo de batalla en Kymirnn. Nunca iba a ver a su mujer de blanca melena, porque, entre las tribus corría la superstición que ver cómo una mujer daba a luz a un hijo traía muy mala suerte.
Pronto, al alba del tercer día, se encontró dirigiendo sus tropas, a caballo, para ir a la melé contra los ejércitos vampiros de Valaquiphia entre los fríos montes de las Tierras de la Noche. Zuzenn se dio cuenta que con los años combatía a más enemigos, y a base de matarlos su reputación de terrible guerrero y consumado espadachín le precedía allá donde iba: los mismos vampiros le temían.
La jornada de aquel día había sido corta, una rápida emboscada entre los árboles escarchados y grises del Bosque Muerto, y una retirada a tiempo, dejando la vía de abastecimiento al norte de Kymirnn ocupada por algunos guerreros que estaban bajo la enseña de Zuzenn.
Los vampiros estaban pasando un invierno crudo. Tras la retirada, el mismo rey y emperador fue avisado que a su mujer se le complicaba el parto, lo cual le estresaba casi de la misma forma que la guerra en tablas que estaba aconteciendo. Se preguntaba, cada vez que consultaba los planes de estrategia, qué había sido de Kurgan.
¿Qué habría hecho él?
Era el único amigo que había tenido desde crío, su mejor consejero llegado al trono y el único guerrero al que confiaría su vida. Pero ahora, iba a ir a las tierras de la oscuridad, a resarcirse por la matanza de su reino, y ésta vez, los Myrrns no tenían por donde escapar.
Los acorralaría rodeando Enock, donde ya había un frente, en el cual los Cymyr y los Jiramnos luchaban codo con codo contra los vampiros.
Zuzenn instauró un campamento en los límites de Kymirnn con el País de la Muerte, y para disgusto suyo, su mujer, a un día de dar a luz, vino a quedarse con él. Quería conocer su triste y gris país de origen (la diablesa había estado encarcelada desde cría en las mazmorras de Maarrydh el Negro, que la robaba poder vital para engrandecer el suyo propio).
Las batallas eran de lo más encarnizadas entre los ejércitos vampiros y los humanos, llegando a librarse estas en la estepa de los negros bosques de Kymirnn.
En una de las Crónicas de la Espada Salvaje (un enorme tomo recopilatorio donde los sabios civilizados escriben sobre los héroes bárbaros, sus tribus y personajes más significativos), está la batalla descrita como la del “Llanto del niño guerrero” en la que cabalgaron todos los Jiramnos y Cymyr hacia las llanuras, a la carga contra un enemigo inferior en apariencia, pero les estaban esperando allí también las fuerzas de élite y toda la vastedad del ejército de los vampiros y los Myrrns.
Zuzenn mandó a su mujer a salvo tras algún lugar a donde no se llevara el combate, y lo que hizo fue capitanear un asalto sorpresa en los puestos de avanzada de los vampiros, pasando entre sus filas a caballo como una amalgama de truenos y sangre. Empero el ataque falló, ya que no se esperaba que los vampiros hubieran repuesto las bajas con los prisioneros o los enemigos malheridos.
Eran casi el doble de lo que Zuzenn había hecho caer en tres meses. La desagradable sorpresa hizo que el ejército cayera en la desbandada cuando los rodearon miles de soldados vampiros y algunos resucitados, eso sin contar con los Myrrns.
Zuzenn, malherido tras intentar abrir una brecha para escapar del enemigo, había llegado hasta un lejano claro donde tratar de lamerse las heridas. Aunque por poco tiempo, pues le estaban buscando unos rastreadores Myrn. Consiguió despistarlos durante dos días, borrando su rastro y marcando otros falsos, habiéndose vendado las heridas era imposible seguirlo si no había sangre.
Tardó un día y una noche en dejarlos atrás con falsas pistas, pero al fin, pudo escabullirse. Y cuando llegó a las afueras de su campamento, vio que la guerra había llegado hasta allí.
Se maldecía por haber dejado que su mujer se quedase. Confiaba que este conflicto terminaría en menos de un mes, y que no se llegaría a tanto.
Estuvo en un claro error. Miró su reflejo en un gélido charco aquella noche. Sus ojos, antaño gris azulados, ahora se habían oscurecido hasta hacerse castaños. A causa de un conjuro de exorcismo para librarle de una enfermedad demoníaca…, por lo demás seguía siendo el joven guerrero que todos habían temido y respetado, uno de los Altos Reyes, el último.
Y se armó de coraje, pese a sentir que las heridas se le abrían de nuevo. Miró al cielo de esa patria cruel y gris con un rezo ardiente saliendo de su garganta y su pecho:

“Choddan, sé que no hay hombre que merezca tus favores salvo un bravo guerrero. Así sólo te pido una cosa: deja que pueda ver nacer a mi hijo, y que si muero en combate, me lleves junto a mi hermano de batalla Kurgan. Sé que está contigo, los bravos y valientes te agradan. Ofrendo mi valor y el sacrificio de mi vida… que mi mujer me dé un hijo varón, y que sea poderoso. Que sea tan fuerte en esta tierra que puedan oír su grito de batalla hasta en el Abismo”.

Así, y sin más palabras, desenvainó su espada negra, y se quitó la roja capa que cubría su cota de mallas, de la que también se deshizo con un tirón.
—Si he nacido desnudo, moriré tal cual. Así lo quieren los cielos—.
Sus brazos se hincharon y se tornaron más musculosos y duros, su torso, definido y robusto. Su ondulada melena de color castaño y brillo dorado se movía en la dirección del viento de levante.
El viento desapareció con la bendición del Señor de los Siete Cielos. Los soldados vampiros se acercaron, al igual que varios Myrrns. La muerte se olía por su perfume dulce y nauseabundo.
Y Zuzenn se ganaría el favor de Choddan y de Qidara, siendo el primero que corrió a por las filas del enemigo como un poseso, girando y cortando con su espada, derramando la sangre del enemigo, convirtiéndose en un tornado rojizo. Luego, la enorme avalancha humana se abatió contra los vampiros. Se oyó un llanto en todo el campo de batalla, y el joven padre se estremeció.
Por encima del choque de espadas, al amanecer (aunque aún habían estrellas en el cielo y este volvía a nublarse como siempre) los mismos vampiros se sobresaltaron. Zuzenn corrió a ver a su hijo, abandonando la batalla y esquivando golpes y cortes hacia su cuerpo como una pantera a la que acosaban cientos de cobras.
Allá tras las colinas donde se defendían los restantes de sus hombres, su mujer había parido al primer vástago de su familia hacía pocas horas. Zuzenn lo cogió en brazos, con emoción.
Naraii lloraba, a pesar de ser una mujer fuerte que pertenecía a una casta de antiguos humanos mitad demonio, ajenos al mundo, pues traer vida es una prueba de que el dolor y el amor pueden reconciliarse en uno mismo.
—¡Cariño! ¡Es un hermoso varón! Había pensado en llamarle Assariëil—.
Su marido mostró su ignorancia con una mueca cómica, alzando una ceja.
—Es en lengua… antigua. Significa: “El ángel bajo las estrellas”—suspiró Naraii.
En lengua angelical, el nombre podía significar cientos de cosas, en la lengua Khentari (el idioma de origen infernal de los Kentarios), venía a significar aunque no explícitamente un ángel que durmiera bajo las estrellas, un nombre quizá así de romántico traducido a la lengua humana.
Pero ella no quería que él supiera que el nombre era Khentari, porque los dos habían tenido problemas con los de la raza de Naraii.
Y si su esposo sabía que el nombre de su hijo más que ángel significaba “Estrella de Muerte”, podía ser motivo de disputa, pero no tenían tiempo de elegir más nombres.
—Assariëil, uh… no sé si será lo más adecuado—murmuró el emperador.
Aún dudaban sobre su nombre.
Entonces, el niño abrió sus ojos, que parecían casi grises, o fue un espejismo. El bebé había abierto los ojos demasiado pronto, y los volvió a cerrar, dándole a su padre una patada en una quijada con la piernecilla derecha.
El bárbaro se vio sorprendido y rió a carcajadas, el crío pegaba fuerte.
—Eres un niño fuerte y valiente… pero no serás un ángel. Un día, serás un hombre de honor que someterá enemigos bajo una afilada espada—jadeó Zuzenn, alzando al crío con amor paternal.
Una cruel flecha surcaba el cielo en dirección a ellos, cosa que avisó una mujer de melena rubia ceniza y ojos marrones.
El chiquillo lloraba y desorientaba tanto a los vampiros como a los guerreros de Zuzenn, que vio venir la flecha y le dio la espalda, siendo atravesado en el hombro izquierdo, habiendo salvado de una injusta muerte a su hijo y a Codalis, la asistenta de Naraii.
Su hijo era más importante que su vida.
—¡Naraii, éste chiquillo no llora por el miedo, su carne no se pone de gallina, él también quiere luchar!—.
Zuzenn no podía estar más feliz y orgulloso. Le puso su hijo en las manos a Codalis después que ésta ayudara a levantarse a Naraii.
—¡Rápido, coged los caballos y huid, pronto no soportaremos más la lucha! ¡Aquí no estáis seguras!—gruñó Zuzenn, dándoles la espalda a su esposa, su asistenta personal y su hijo.
—Pero… ¡Zuzenn!—.
Zuzenn se iba, con la flecha clavada en su hombro izquierdo. Su mujer le miró con los rojos ojos llenos de lágrimas. Comprendiendo, ella asintió y subió en el caballo negro de crin azabache, yéndose con el bebé en los brazos, junto a otros soldados y el capitán de guardia, que la escoltarían.
Naraii debería volver a Jir’am para gobernar en ausencia de su marido, y cuidar de su hijo. Ni había tenido tiempo de reponerse del parto. Mientras tanto, el campo de batalla en la frontera estaba quedando casi desierto. Había un superviviente que luchaba como un tigre poseso, hasta quedar de pie él solo… con muchas heridas a cuestas.
El general de los Myrrns había dirigido el ataque de los vampiros, en revancha por la derrota en Jir’am a la vuelta del rey bárbaro. Traknos se levantaba la visera del yelmo, y miró a su contrincante Cymyr con desprecio.
Zuzenn rió.
Se quedó postrado de rodillas, notando que la vida se le escapaba del cuerpo; así fue que lanzó al general su espada negra, y lo ensartó.
La cara de sorpresa y terror del Myrn le reconfortó en la poca vida que tenía por delante. Los vampiros, unos pocos y desperdigados, se retiraron con nefastas noticias para sus amos.
Los Cymyr avanzaban en carros de batalla, y mataban a los nimios contrincantes que quedaban, a lomos de un caballo o a pie, igual daba porque los bárbaros no tenían compasión con un enemigo despreciable.
La victoria tuvo un precio: el perecer de su rey, y el final del antiguo Imperio.
—Mi amada. Adiós… hijo mío. ¡Gobiérnalos con fuerza!—.
Zuzenn se dejó caer apretando un puño en alto, viendo una luz brillante y cegadora…la nieve caía a su alrededor y todo se tornó una tiniebla negra y gris, desoladora.
Frente a él, una enorme y aterradora puerta negra, y a su espalda, el paso marcial y resonante por cien millares de pies que seguían al guerrero en una procesión fúnebre.
El primero de ellos, era Traknos III.
La puerta del Reino de la Muerte se abrió para Zuzenn el conquistador al sonido de un cuerno. Akerión, emperador de los hombres, el Alto Rey…
Estaba con Choddan.


Año 979, 5ª era Arryana. (II)

Habían pasado varios días cuando la batalla se presentó antes del atardecer en Jir’am.
La ciudadela había resistido en sus tres niveles de altura, pero fue imposible.
Los Myrrns estaban apoyados por los Väenn y eran inmensamente más numerosos, única cosa con la que no se pudo anteponer estrategia alguna, y además estaban los paladines del mal. Un ejército triplemente poderoso. La mayoría de los guerreros Väenn cayeron frente a las levas y los infantes del reino, al defender el primer nivel de la ciudadela fortificada. Ya habían topado con algunos campesinos violentos que no abandonaron sus tierras, y sin embargo, perdieron hombres entre las trampas incendiarias que echaron a perder las cosechas y las reses. En el segundo nivel de Jir’am, una poderosa carga de caballería seguida por guerreros con armadura pesada causó estragos en las filas del enemigo, y aún sin terminar de luchar durante tres días, los caballeros resistieron. Las barricadas no aguantaron a las máquinas de guerra y al ardor del enemigo, y la lucha se llevó hasta el tercer nivel, rodeado de más murallas que en el segundo y el primero.
Flanqueado por barricadas y puestos, solamente se podía acceder a la zona más rica donde las gentes también vivían, y donde se erigía la fortaleza, pasando el enorme Pórtico de Dhulliad. Allí fue donde la carnicería se volvió más reñida y violenta, y donde cayeron los Escorpiones (una élite de guerreros consagrados al Emperador), con un promedio de cincuenta y dos muertos por cada guerrero Escorpión caído. Finalmente, la lucha lamió las losas del palacio de Zuzenn, y mientras los ojos de un águila contemplaban la masacre, un puño de acero golpeaba en un rostro, apartando después a tres enemigos juntos de un golpetazo con una suerte de pared portátil. Era el que tenía los ojos de un águila de guerra, o bien se asemejaban a los de un dragón.
Kurgan blandía su espada y bloqueaba con el escudo pavés los estoques de los Myrrns, se giró con un violento golpe de escudo y los hizo caer al suelo igual que a los otros guerreros norteños que vinieron antes por su ración de violencia.
Les atravesaba sus carnes, de un púrpura pálido que se confundía con un color azulado, con estocadas rápidas y brutales derramando su vida escarlata. Sonriendo al sentirse manchado de sangre de “elfo” sombra, sus ojos entre verdosos y dorados brillaron por el amor a la batalla… había nacido para esto. Su bigote, semejante a una larga “U” invertida tomaba formas que lo hacían verse terrible, mientras su cabeza rapada golpeaba y hundía los cascos de bronce de los legionarios Väenn que, a copia de las viejas y eficaces falanges Oximitas, militaban por las armas para los instigadores de la guerra que acabaría partiendo el imperio. Aun con todo, Kurgan no se detuvo, y cada tipo que embestía en su contra, era una baja en contra del enemigo. Una lanza punzó su muslo derecho, pero la cota de malla hizo que sólo sintiera un pinchazo y saliese un fino hilo de sangre; rió, y cortó la cabeza del legionario, que aún apretaba la lanza contra su pierna, con un revés de su espada tatuada. Zuzenn había mandado que evacuasen a su esposa y a cuantos más pudieran en las carretas que debían de escapar por los enormes y antiquísimos pasadizos del reino, bajo tierra. Y salieron.
El emperador cortaba y partía los pechos y cabezas de los soldados con su hacha y su escudo, que le servía también como arma y heredó de su familia, que se iban pasando de padres a hijos desde la 3ª era.
Harto ya de que le retuviesen con las picas contra una pared, lanzó su hacha a la clavícula de uno de los legionarios Väenn que le gritaba desde lejos. El pelirrojo Väen no tuvo tiempo de subir su escudo de torreón; y yacía en el suelo sangrando a borbotones con el arma clavada en el torso entre sifoncillos de roja vida que se le escapaban.
Con ardor en su pecho y brazos, golpeó con puñetazos el bárbaro a quienes quisieron empalarlo, dando patadas en las rodillas a sus enemigos y quitando la vida con su escudo redondo a un joven Myrn.
El objeto protector con la cara de una medusa grabada como emblema cruzó el aire hasta partir el cuello esbelto que el bárbaro le mandó buscar al lanzarlo; el terrible golpe hizo saltar el cuerpo esbelto del Myrn de piel oscura y lo estampó contra la pared para sorpresa desmoralizadora de sus congéneres. Llegando hasta la cámara del trono, un amplio salón, Zuzenn se quitó la parte superior de la raída ropa y se puso una cota de placas dorada, aún tenía un minuto antes que entrasen los enemigos en esa parte del palacio.
Cogió una espada de guerra junto a su trono, que era negra con la hoja ondulante, y salió de nuevo al combate. Esta vez, lo hizo deslizándose por uno de los tapices con el emblema de su reino, una cabeza de medusa en negro, y el rojo de fondo. Subió por una esquina hasta una de las balconadas anteriores del salón del trono, y se armó de coraje, sujetando parte de uno de los tapices. Bajó hasta la posición de sus restantes hombres deslizándose peligrosamente por el aire sujeto al jirón rojo, pateando tres cabezas de Väenn, y rajando los cuellos de algunos más al tocar suelo con los pies al describir un arco de ida y vuelta con su brazo armado, fue un gran golpe a las mesnadas del enemigo que le ganó un área libre de estorbos.
Aunque la suerte de los héroes le duró poco.
Pronto, se vieron sitiados por más Feeri sombra, y se hizo notar una presencia que les miraba desde su caballo blanco, metido en su armadura de color negro, y su capa púrpura ondeando con elegancia. Su cabello era canoso por las partes junto a la nuca, y las patillas. Corto y castaño por la parte alta, y llevaba un parche en el ojo derecho. Pese a que su piel era de un tono demasiado claro para un Myrn, podría ser el general de éstos, aunque sus cabellos no fuesen blancos como la nieve.
Las legiones cesaron su ataque y el ejército de Zuzenn, todos los efectivos a excepción de la escolta que mandó con los refugiados hacia las tierras de Vilenia, cesó también a la orden de su rey. El general no hizo esperar la improvisada entrevista de combate.
—Soy el general de las legiones Traknos III, el invencible. Humilde servidor del emperador de Valaquiphia. ¿Vos quién sois? ¿Dónde está Zuzenn, el Emperador de esto?—.
Zuzenn dio un paso al frente, flanqueado por cientos de miradas asesinas.
—Mi nombre es Zuzenn, general de mis ejércitos de amigos, y el rey por sangre y acero del trono de Jir’am, el glorioso imperio que intentas usurpar para la corona de tu emperador—.
—¡Yo no usurpo nada, el viejo mundo había sido olvidado por los Reinos de la Luz y los de las Tinieblas, y yo lo reconquistaré todo para mayor gloria de mi señor! Me cuesta creer que tan pocos hombres defiendan tan bien una fortaleza como esta. ¿Y el resto?—preguntó el Myrn con tono mordaz.
El bárbaro empuñaba su espada por una guarnición roma, sobre la cual, dos puntas de oscuro metal protegían su mano. El mango para empuñarlo era lo justo para que cupieran diez dedos y tenía un pomo redondo y oscuro, al igual que la guarda era recta.
—No hay un resto, general. Todos murieron luchando. Podéis marchar en paz… o mandaremos vuestro cadáver despellejado para vuestro emperador vampiro—tronó la voz de un caballero de armadura verdosa, que sobresalía dos cabezas por encima de los hombres altos.
El emperador no le dio tiempo al general enemigo a pensar su respuesta, porque junto con Kurgan y sus demás guerreros hacían retroceder con muertos a los Myrrns, al mismo que Traknos enmudeció por la audaz ofensiva. En el momento de confusión, Kurgan cogió a Zuzenn de un brazo y lo llevó a un lugar donde no había lucha, al pasadizo bajo el castillo que estaba destinado a las retiradas de urgencia. Allí tuvo lugar lo que en los libros de las profecías llamarían el principio del fin de dos hombres buenos, el fin del imperio.
—Zuzenn, rápido. He dejado tu caballo a punto para que escapes y lleves a salvo a Naraii hasta Vilenia, ahora irán por la frontera de Madb. ¡Date prisa!—le apremió Kurgan.
—Me quedaré aquí hasta que llegue el momento de la muerte. Eres mi mejor amigo, lucharemos juntos, ¡y moriremos los dos juntos!—sentenció Zuzenn.
—¡Idiota! ¿Qué amigo vale más que uno que da la vida por otro? ¡Yo también tengo mujer y un hijo, pero están lejos de todo este peligro, y tu familia no! ¡Lárgate de una vez mientras nosotros les entretenemos!—.
El caballero se tensaba, como si le hubieran hecho un desprecio, y sus ojos de verde pardo se fijaron en los ojos castaños del bárbaro.
Se diría que una fina y casi invisible lágrima resbalaba por la mejilla de Zuzenn.
—Nunca te olvidaré Kurgan. ¡Sangre y Acero!—.
—¡Sangre y Acero!—respondió el caballero con un grito casi fanático al bárbaro.
Zuzenn tomó el caballo de color marrón que le llevó a veloz galope hasta la salida de los recovecos del enorme pasadizo, justo donde los muros de la fortaleza estaban salpicados de verde moho y le daban la espalda, dejándole de cara al bosque tras un enorme y hermoso valle.
Tardó dos días en alcanzar a su mujer y sus soldados, que escoltaban a los supervivientes de la matanza y los evacuados.
Uno de los soldados al mando de la seguridad de la caravana le expuso la situación:
—Mi señor, nuestros exploradores dicen que nos pisan los talones, y aún tenemos que llegar a Vilenia. Hemos enviado un mensajero, pero no recibimos noticias de él—.
Zuzenn asintió, meditabundo.
Cabalgaba junto a la carroza real, viendo ya que salían de la frontera boscosa. Los Myrrns marchaban imparables por las tierras que habían pisado los súbditos de Zuzenn en días mucho mejores. Avanzaron los reyes hasta las tierras Vilenias, curiosos y temerosos de lo que todos estaban pensando, ¡y era cierto! Ésta no era una visión. La enorme muralla blanca que el reino de Vilenia tenía, se erguía ante los ojos de todos los presentes. La mujer de Zuzenn tomaba de la mano a su marido para estrecharla con la presión que delataba los nervios y tensaba los peores pensamientos como flechas a punto de ser disparadas. El joven rey y emperador de tierras y hombres se mordió el labio inferior con impotencia, testigo de la verdad.
Todo estaba destruido.


Año 979, 5ª era Arryana.

Año 979, 5ª era Arryana. Verano.

Los Myrrns (o Feeri Sombra, unos extraños seres oscuros) poseían el mayor ejército de Arryas de aquella época.
Ya tenían conquistado casi todo el viejo mundo comandados por sus jefes, los vampiros, y habían sometido varias regiones en su camino desde las llamadas Tierras de la Muerte, salvo los reinos civilizados como Jir’am. Y ese era el reino de Zuzenn, antes conocido como Akerión, el hijo del Escorpión, descendiente de un terrible linaje.
Las legiones tomaban los muros de la fortaleza tras medio día de choque y combate, y la evacuación de la gente se hacía inminente. Las máquinas de guerra de los paladines oscuros de Styrgland no dejaban en pañales a las de Jir’am, pero causaban estragos en los muros de las fortalezas fronterizas.
Aunque los lanzavirotes eliminaban filas casi completas de las legiones de Zuzenn (un bárbaro que acaudilló una rebelión contra las Tierras de la Muerte), Vilenia prestaba apoyo con su caballería pesada, sus falanges, y demás agentes de las Legiones de Plata. Con él estaba un Kurgano, al que llamaron Kurgan ya que sus padres no le pusieron un nombre, temerosos de que la muerte se lo llevase ya que existía la vieja creencia heredada de los tiempos de los fuegos del consejo, de que si el mal no conocía tu nombre, serías invencible. La guerra avanzaba por los territorios al sur de las Tierras de la Muerte, al igual que en las Tierras de la Noche se desataban guerras tribales contra los Väenn, que en aquel entonces, fueron diezmados sin esfuerzo dado que sus propios poblados se confrontaban en guerras intestinas.
Fue un buen año, y los sombríos Myrrns con sus blancas espadas hubieron de recular de nuevo hasta la parte más oscura de los países del norte.

Año 982, 6ª era Arryana. Primavera.

Zuzenn se levantaba de la cama como cada mañana, corría las cortinas y acariciaba el rostro de su fiel esposa, la más querida de sus joyas, el fuego de su pecho, su diosa de tersa blancura.
Ella abrió los ojos un instante, con su larga cabellera blanca tapándole los hombros. Zuzenn le pasó la lengua por los labios, a modo de jugueteo. Naraii atrapó la lengua de su marido con los labios, ambos rieron, y se abrazaron. Zuzenn la sonreía, acariciando su mejilla contra la de ella. Naraii desplazó una mano que ocultaba la almohada en esa enorme cama, y la llevó a la espalda de él.
Éste, un hombre endurecido por la batalla y los años ejercitando sus músculos levantando peso, le dio un ligero beso en los labios y luego pasó un dedo por en medio de los pechos de quien era su amada esposa.
—Buenos días cariño, hoy te has levantado muy pronto…—ronroneó ella.
—Es que… nunca me despierto a tiempo para ver cómo tus ojos rojos hacen que el sol me parezca una brasilla en la chimenea—.
Naraii se sonrojó y se aferró a su espalda, apretando al guerrero contra su torso desnudo.
—¡Llevamos casados cinco años y es la primera vez que me dices algo así! ¿Has estado bebiendo otra vez?—preguntó preocupada. Su hombre nunca la había regalado nada romántico, ni tan sólo una palabra.
Algo sucedía. Zuzenn se despegó un poco de ella, con una dulce sonrisa en sus delgados labios.
—Cariño, vamos a aplastarlo…—.
—¡Ah, es verdad!—exclamó su esposa con los ojos abiertos de par en par, apartándose como asustada… aún no asimilaba su embarazo.
—¡Jejejeje! ¡Hay que tener cuidado con tu barriguita!—asintió el bárbaro.
El hombre era joven, su melena clara era acariciada por los dedos de Naraii como si la señora fuera una madre, pero el corazón de uno y otro se pertenecían lejos de ningún parentesco. La mujer de cabello blanco y ojos rojos deslizó las manos por el cuerpo de su hombre, unos brazos fuertes y un pecho duro, un vientre liso y resistente. El hombre que tenía el físico del herrero se levantó y se puso su peto de cuero, dio un beso a su mujer y luego salió de la estancia de paredes de mármol de color carmesí.
Tras subir las escaleras de piedra del enorme castillo de Jir’am, llegó a las almenas, donde un hombre enorme vestido con una armadura negra, ornamentada en verde encendido, le esperaba junto a su séquito guerrero.
—Señor, os habéis levantado hoy muy temprano—le sonrió el hombre con mueca sarcástica.
De cerca, se podía apreciar que la armadura era de un color verde tan condensado que refulgía con la luz directa, y parecía negra a la sombra.
—Kurgan, sabes que me gusta romper el protocolo, y con más razón en estos momentos. Te recuerdo que soy el que ha mascado tanto polvo en el norte como tú—.
El caballero de armadura verdosa se tomó esta aclaración como un martillazo directo a su sarcasmo. Como hombre civilizado, no dejaba de ver a un salvaje de ascendencia norteña aunque sobre su cabeza recayese el peso de un imperio. Nunca reconocía al Emperador, su amigo y compañero, como a su propio amo y señor (el bárbaro le había prohibido pensar siquiera tal cosa), pero sí se había ganado su respeto como hombre de guerra. Por algo habían sido compañeros de aventura, y ahora, Zuzenn le reclamaba su apoyo como amigo y experto general, que no su obediencia, y por eso mismo, sintió un pinchazo tras el cuello al escuchar sus palabras, que eludían la mofa.
Cuando dejó de retener el aire en sus pulmones, el robusto hombre lo soltó por la nariz.
—Vale, bárbaro. Coge mi catalejo… y mira al este—.
Zuzenn cogió el dorado artefacto por el que miraba el caballero, y descubrió un enorme ejército. Los paladines del mal avanzaban implacables por la vasta extensión de tierras fronterizas de su reino. Pronto, en cuestión de horas, estarían asediando la fortaleza y todo lo que era la ciudadela.
—Y pensar que estos seguidores del caos y el mal se han hecho con un inmenso poderío en el mundo…—suspiró el bárbaro de melena clara.
—Ya no. Ahora han topado con la horma de sus botas. Mas ahora no son sólo ellos en sus filas, también hay algún Väenn en las filas de las legiones, a los que mandan como carne de matanza en el primer asalto. Y los Myrrns se han aliado con ellos, pero permanecen por el norte, en asedios y demás guarradas. Son muchos, y me parece que su estrategia militar es de lo más brillante aunque atrasada, me los desayunaría sin problema…—.
El caballero era un buen estratega a parte de hombre de guerra, y apreciaba el intelecto y la fuerza de sus contrincantes, pero su amigo no opinaba igual.
—Kurgan, por mucho que me haya civilizado (dentro de lo que cabe), ésos perros de piel oscura serán idiotas por siempre, mis creencias no han cambiado para nada bajo el peso de la corona. Puede que no entienda más que ellos sobre los marcialismos, y tampoco entiendo por tu fascinación por las estrategias de campaña del enemigo. Preparad las defensas y apostad a los arqueros. Quiero a los Escorpiones en su puesto preparados para el rechazo y no la retirada. Necesito una contraofensiva potente y que cause pavor en sus filas—finalizó Zuzenn.
—¡Sí, mi rey!— dijo Kurgan con emoción, cuando ambos amigos se llevaron sus puños al pecho. Significaba que el mando de los ejércitos y recursos de combate eran suyos, todo bajo el metálico puño del Kurgano, que no tardó en ponerse a dar órdenes a diestro y siniestro.
El imperio se fragmentaba y las viejas alianzas estaban decayendo en conflicto, pues es en esta era de capitulación en que los muros de lo que hizo el Hombre acaban por derrumbarse a causa de sí mismo. Y, contando con esto, ¿podría el rey, consumar su imperio ante la posible fragmentación que se le presentaba con la guerra? ¿Sería capaz de recuperar su poder y de forjar lealtades, además de reforzar las que ya existían?
Zuzenn era un hombre de pasiones salvajes que no entendía la importancia de una estrategia, aunque la practicase de manera inconsciente, pero Kurgan, indistintamente de consciente e inconscientemente, podía hacer cosas como llevar el ejército a la victoria como si se tratase de una partida a las cartas. Con un poco de tiempo para organizar su plan, ya fuera de defensa, de ataque, o de provocación, era capaz de todo.
Y de mientras, la mano de la guerra abría sus dedos mostrando el futuro que aguardaba en su palma.